Actuaciones judiciales, Jurisprudencia

El arte de alegar jurisprudencia (y IV): el caso especial de las vistas orales



Llegamos aquí al último escalón de nuestra ascensión gradual en el arte de la alegación de la jurisprudencia. El peldaño más elevado y, en mi opinión, el más difícil de alcanzar con éxito. Tras tratar en los capítulos primero, segundo y tercero la importancia de la jurisprudencia, su adecuada selección y la manera de insertarla, siempre en referencia a nuestros escritos procesales, toca ahora ver cómo hacer lo propio en las vistas orales.

Recuerdo ahora que, cuando yo empecé a ejercer, los abogados veteranos nos contaban una historia acerca de un distinguido abogado de nuestra localidad. Este abogado (quien, por cierto, era letrado de una Administración Pública tras superar una dura oposición), en las vistas en las que participaba, citaba de memoria párrafos literales enteros de sentencias que venían al caso y encajaban como un guante en su argumentación. Según nos decían, resultaba asombroso oírle, un portento de erudición jurídica. Hasta que un día, inquirido acerca de tamañas hazañas por otro compañero adverso, el letrado jurisprudente le reconoció paladinamente que todo aquello que citaba con tanta prosopopeya era producto de… su pura invención. 


Citar jurisprudencia en las vistas orales

Si en las anteriores entradas ya advertí de que yo no tenía reglas o consejos en firme que ofrecer, sino meras reflexiones, en esta ocasión ello es todavía más palmario. Por lo general, mis experiencias en esta cuestión las he percibido como insatisfactorias. Debido a ello, esta entrada vendría a constituir mi propio y personal exorcismo. Pido por ello disculpas anticipadas al lector, y me encomiendo a su benevolencia.

En primer lugar, parece evidente que las vistas orales (los juicios) no son terreno propicio para alegar y citar jurisprudencia; o, al menos no tanto como ocurre en el ámbito de los escritos procesales. Como principio general, creo, hay que ser muy prudente a la hora de usar este recurso en las vistas, porque es bastante fácil, según he comprobado en carne propia, que la introducción de jurisprudencia en el alegato rompa el hilo del discurso oral, y nuestro oyente automáticamente desconecte en este punto de la argumentación.

Por lo tanto, quizás la regla debería ser la de no citar jurisprudencia, salvo que lo consideremos absolutamente necesario. Se me ocurren algunos supuestos en los que puede ser conveniente alegar y citar jurisprudencia y, de hecho, es común verlo así en el foro. Por ejemplo, en asuntos penales, para destacar que la doctrina jurisprudencial requiere un determinado elemento del tipo en ese delito, que es discutible que concurra en nuestro caso. O en lo social, citar sentencias del Tribunal Supremo dictadas en unificación de doctrina sobre aspectos que puedan ser discutidos en el despido, como la antigüedad o el salario regulador.

Obviamente, vienen a ser de aplicación los extremos que vimos en las dos primeras entradas sobre la importancia de la jurisprudencia y la adecuada selección de la misma. Pero con matices. Creo que las sentencias que citemos deberían ser menos numerosas que en los escritos, lo que nos obliga a seleccionar con mayor rigurosidad esa/s sentencia/s.


Otra importante cuestión a tener en cuenta es el concreto momento procesal en el que nos encontremos.

Lo más más habitual será que la oportunidad para alegar verbalmente jurisprudencia la tengamos en el momento del alegato (informe) final del juicio en primera instancia. Un espacio de las vistas orales que, según nuestras leyes procesales, debería estar dedicado sólo a sentar las conclusiones resultantes de la práctica de la prueba. Es decir, suele resultar más un lugar para las cuestiones de hecho que para las cuestiones jurídicas controvertidas de fondo.

Diferente será que se trate de la vista de un recurso (en los escasos supuestos en que todavía las hay). Aquí parece haber más campo abierto a la alegación de jurisprudencia que pueda servir para argumentar contra la sentencia recurrida. Como no cabe esperar en este momento ninguna sorpresa ni habrá, normalmente, práctica de prueba, vamos a poder preparar mucho mejor esa alegación de jurisprudencia.

Pero hay además otro posible momento procesal, en el cual, precisamente, el conocimiento y la alegación de la jurisprudencia nos puede resultar vital: cuando se plantea en la vista alguna excepción procesal o un motivo de inadmisibilidad del recurso (o cuestiones previas en los juicios penales). En estos casos, si es la parte contraria quien plantea tales cuestiones en la vista, tendremos que reaccionar allí, verbalmente, sobre la marcha. Por lo tanto, conviene prepararnos bien de antemano y conocer perfectamente toda aquella jurisprudencia cuya alegación nos pueda ayudar a la hora de reaccionar (y diría que, especialmente, la del Tribunal Constitucional sobre el derecho a la tutela judicial efectiva). Una buena manera de prepararnos sería confeccionar un guión previo en el que plasmar todas estas cuestiones procesales que preveamos que nos pueden plantear, con inclusión de la jurisprudencia aplicable más relevante. Y repasar estos temas siempre antes de cada vista.


¿Cómo hacer la cita?

Para citar una sentencia, lo primero es identificarla. No sé si, en aras de la continuidad e inteligibilidad del discurso, merece la pena identificar la sentencia con tanta precisión como sí es recomendable hacerlo en los escritos. En todo caso, es muy difícil que el juez se quede en el acto con la referencia de la sentencia por muy despacio que la enunciemos. Y no parece que el hecho de que las vistas se graben nos garantice tampoco la identificación de la sentencia por el juez; aunque nos consolemos pensando que si el juez está muy interesado en conocer el texto de la sentencia citada, puede consultar su referencia en la grabación, es bastante improbable que lo acaben haciendo así. Por eso, posiblemente nos vendrá bien contar en este punto con las pequeñas ayudas a las que me referiré más adelante.

En cuanto al contenido de la cita, hay que tener en cuenta nuestras limitaciones, y, especial nuestra memoria. Si queremos citar literalmente un párrafo de la sentencia alegada, es prácticamente imposible no leerlo (salvo, claro está, que tengamos memoria fotográfica o que estemos en el caso del renombrado abogado de la anécdota del principio). Por eso quizá sea mejor interiorizar previamente el sentido de lo que dice la sentencia y exponerlo mediante la técnica de la paráfrasis, es decir, diciendo lo mismo pero con nuestras propias palabras, sin interrumpir el hilo discursivo para leer el texto de esa sentencia.

Por último, tendríamos que calibrar bien si nos conviene, o no, entrar en el análisis detallado de una sentencia alegada. Me da la impresión de que, en general, lo más adecuado en las vistas es contar el caso de la sentencia citada a la que pretendemos acogernos, poniendo el énfasis sus concomitancias (sin obviar sus posibles diferencias) con el caso objeto del pleito.


Unas (posibles) ayuditas

¿Aportamos en la vista copias de las sentencias alegadas (o no)? Esta forma de actuar se suele ver en las vistas orales, en las que es habitual que los abogados entreguen al juez el texto completo de las sentencias «a título ilustrativo». Con esa expresión se quiere soslayar que la doctrina jurisprudencial no puede ser objeto de prueba ya que se trata de una fuente complementaria del Derecho que debería ser conocida por los jueces y tribunales (o, al menos, esta fácilmente a su alcance).

Obvio es que aportar el texto de las sentencias aducidas facilita su consulta posterior por el juez. Pero resulta obligado preguntar primero al juez si permite la presentación de tales documentos. Afortunadamente, es cada vez más habitual que este lo admita sin problema, atienda luego, o no, los argumentos que se encuentran en el texto de tales sentencias.

En determinados casos, también podemos plantearnos el aportar un pequeño resumen de jurisprudencia. Se trataría de una especie de «instructa», pero en página aparte y limitada a un breve texto con mención a una serie de sentencias y somera explicación (en un párrafo) de la doctrina por ellas sentada. Yo le he usado en alguna vista oral en la jurisdicción social. Con este documento pretendía que quedará constancia lo más clara posible de la fundamentación jurisprudencial. Aquí un ejemplo (ya antiguo) de ese documento usado por mí.


Hasta aquí mis reflexiones, en las que he intentado plasmar, de manera clara y ordenada, aquello que me parece que podría contribuir a mejorar la introducción de jurisprudencia en las vistas orales. Pero no puedo dejar de mencionar algo que me ocurrió no hace mucho en una vista en un Juzgado de lo Social.

En esa vista, mi argumentación en el alegato final se centró en la correcta manera de interpretar un determinado precepto normativo conforme a los criterios hermenéuticos al uso. Frente a ello, la parte contraria introdujo, ya al final de su informe, la apreciación de que existían tres sentencias de tres diferentes Juzgados de lo Social de nuestra Comunidad Autónoma, que, en casos iguales, habían fallado en contra de pretensiones idénticas a la nuestra. Lo hizo muy breve y rápidamente, citándolas de paso, como el torero que ejecuta un quite o una chicuelina. Pero, eso sí, entregando a la jueza esas sentencias. Y, como era previsible, el texto de una de ellas fue lo que acabó, para mi pesar, reflejado en la resolución por la jueza de nuestro pleito.

A veces, pero sólo a veces, el estilo sublime tiene estas cosas: puede (y debe) ceder ante la llana eficacia.


P. S. I: Cuando acabé de redactar esta humilde entrada mía, no conocía yo todavía esta otra del blog de mi querido y admirado compañero Óscar Fernández de León sobre la conveniencia de citar jurisprudencia en el alegato. Ni que decir tiene que me pliego ante su sabiduría y la profundidad de su conocimiento acerca de las habilidades de los abogados. Tengo mucho que aprender todavía, y él es siempre un faro que nos señala la buena dirección. Síganle.


P. S. II (a modo de estrambote): Aquel insigne abogado que mencionábamos al principio de esta entrada, buen recitador de «jurisprudencia», era un auténtico fenómeno. A su «memoria» (o más bien su capacidad inventiva) se unían su desparpajo y su autoridad a la hora de exponer en las vistas esa su «doctrina jurisprudencial». No es de extrañar, así, que en más de una sentencia los jueces le dieran la razón. Y que, además, lo hicieran usando la siguiente consabida fórmula: «de acuerdo con la jurisprudencia acertadamente alegada por la parte…».

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Oratoria forense: una historia


Esta entrada surge como respuesta a un reto. O, mejor dicho, debería haber sido la respuesta a un reto.

Mi admirado compañero Óscar Fernández León, el auténtico gurú de las habilidades prácticas de la abogacía, fue quien me lanzó el guante: ¿por qué no haces en tu blog una entrada sobre el lenguaje verbal a emplear durante el alegato? La idea es muy buena. Y le agradezco a Óscar su confianza en mis aptitudes.

Pero lamento decepcionar, yo no puedo estar a la altura del desafío. Por supuesto, el nivel de mi modesto blog queda muy lejano del de Óscar. Y no tengo ni la práctica ni los conocimientos suficientes para afrontar tal tarea; ya quisiera yo.

Por añadidura, acaso yo esté en el bando de los descreídos de la oratoria forense. Si el que probablemente fue uno de los mejores alegatos en juicio de la historia no pudo evitar la condena a muerte del acusado, ¿qué cabe esperar de nuestros humildes informes? Además, suelo acudir a un ámbito (contencioso-administrativo) en el que los alegatos orales, pienso, no tienen demasiada relevancia.

No obstante…

Voy a contar una historia real. O más bien intentaré describir un momento (si es que resulta posible -y no es mera entelequia- rememorar con exactitud lo ocurrido, traerlo de nuevo y ofrecerlo a los demás que no lo vivieron, con la ilusoria intención de que ellos puedan también llegar a percibir un instante especial al que no asistieron). Por eso, esta vez me apartaré, advierto, del estilo habitual de este blog.

Esta es la historia.

Ocurrió, si la memoria no me falla, hace unos cinco o seis años. Durante ese curso, yo impartía una asignatura que, entre otros temas, incluía el estudio de la jurisdicción contencioso-administrativa. Como el grupo de alumnos no era grande, diseñé una práctica que consistía en la asistencia de todos ellos, durante una mañana completa, a los juicios que iban a celebrarse en el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo.

Soy muy consciente de que el éxito de una actividad práctica de ese tipo requiere una preparación concienzuda. Amén de realizar una serie de ejercicios preparatorios para que conociesen las claves de los procedimientos judiciales, convine con el Magistrado, una persona muy asequible y dispuesta, en que, antes del día del juicio, yo consultaría los expedientes para confeccionar para los alumnos un breve resumen escrito de cada uno de los asuntos. Quería conseguir que los estudiantes tuvieran una idea previa de qué era lo que se iba a discutir en la vista oral, porque, de lo contrario, como todos sabemos, resulta prácticamente imposible enterarse bien de lo que ocurre en el acto del juicio.

Así que dos o tres días antes de celebrarse los juicios pasé unas buenas horas en el Juzgado leyendo detenidamente cada expediente judicial para resumirlo en unas fichas que luego entregaría a los alumnos. Había bastante variedad. Pero recuerdo que me tuve que emplear a fondo especialmente en uno de los asuntos. Era una demanda enmarañada, con muchos párrafos de relleno dedicados a trascribir sentencias, mezclando hechos y fundamentos de Derecho, y un suplico muy deficiente. Un engendro (sobre todo para mí, que, como ya sabéis si seguís este blog, soy un auténtico tiquismisquis del estilo procesal claro y correcto). Por lo que conseguí entender a duras penas, después de maldecir y volver a leer varias veces, la empresa recurrente estaba impugnando una multa impuesta a raíz de una actuación inspectora, con fundamento en una supuesta violación de sus derechos fundamentales. Un caso en el que el recurrente se agarraba a hipotéticos defectos formales frente a unos hechos claramente probados y constitutivos de infracción. Uno de esos cientos de casos que convierten las apelaciones a la vulneración de un derecho fundamental en prácticamente una cláusula de estilo vacía.

Llegó el día de los juicios. Los estudiantes, nerviosos y expectantes, llenaban la sala de vistas. El Magistrado anfitrión, que además de ser amable tenía vocación pedagógica, iba haciendo, antes de que comenzara cada juicio, una pequeña presentación del asunto (sin presencia de las partes, por supuesto). Así fueron sucediéndose en los estrados los abogados de los recurrentes y de las Administraciones recurridas: un joven abogado (que había sido alumno nuestro escasos años antes), nervioso y visiblemente inseguro, intentando que se anulara una multa de tráfico; el habitual tono casi monocorde de los letrados de la Administración; un compañero mío de promoción defendiendo de oficio, con aplomo, energía y hábil manejo de la jurisprudencia, un asunto de extranjería; la siempre curiosa escena de unos funcionarios licenciados en Derecho defendiéndose a sí mismos…

Y llegó también el turno del asunto de la empresa sancionada. Como me imaginaba, el Magistrado, en su presentación, nos indicó que se trataba de un caso bastante claro, porque las pruebas recabadas por la Administración resultaban abrumadoras. Habiendo leído la demanda, tan defectuosa a mi juicio, no esperaba yo gran cosa de esta vista.

Aún ahora (o tal vez precisamente por eso) no sabría decir qué tuvo de especial el alegato de ese abogado. No empleó un lenguaje elevado, ni figuras retóricas reconocibles. No usó tecnicismos jurídicos. Sólo de pasada mencionó la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Aunque se le notaba con experiencia, tampoco fue un discurso fluido en exceso: hacía interrupciones, y hasta titubeaba a veces.

Quizás el secreto estuviera en que siguió una línea argumental única y muy clara. O en que cuestionó con firmeza y habilidad la obtención de las pruebas por la inspección, haciendo referencia concreta a los hechos del caso y poniendo ejemplos bien traídos. Pero tal vez fuera (o a lo mejor es sólo impresión subjetiva mía) que allí, en la persona de ese desconocido abogado, pudimos apreciar veracidad en la lucha por la Justicia. En su gestualidad, en las inflexiones de su voz, en lo que parecía a veces nerviosismo o inseguridad (más que en sus palabras), asistimos a la exteriorización de una agonía interior, de una honda convicción. Posiblemente, lo que más me llamó la atención entonces, y recuerdo todavía ahora a la perfección, era un gesto que repitió varias veces: el de interrumpir su discurso para juntar las palmas de las manos, llevárselas a los labios, inclinar levemente la cabeza y, cerrando los ojos, inspirar sonora y profundamente, antes de retomar de nuevo la palabra. Nos hacía percibir la respiración de la verdad.

Acabó el juicio. El tiempo pareció quedar suspendido. Todo el mundo guardaba silencio. El silencio necesario para asimilar lo allí ocurrido.

El rostro del Magistrado, que había sido de cansina indiferencia al principio de la vista oral, traslucía ahora una mezcla de asombro y cavilación. Dirigió unas palabras a los alumnos, con las que vino a decir que tendría que estudiar a fondo el asunto para dictar Sentencia.

Los estudiantes empezaron a cuchichear asombrados. Estaban convencidos de que el abogado recurrente llevaba la razón; la Sentencia le tenía que ser favorable, porque con su alegato los había persuadido a ellos y al Juez. Así me lo comentaron cuando salimos. Para ellos, la actuación del letrado había sido soberbia.

Este que he intentado diseccionar fue el momento que vivimos entonces.

Me dí cuenta, empero, de que si para alguien aquel momento resultaba una experiencia única, un instante realmente irrepetible, fue para mí. Además de observar el efecto de un buen alegato en el público, supuso un perfecto colofón para la práctica; no cabe duda de que los estudiantes aprendieron mucho. Me permitió también contemplar, como acaso nunca, el efecto del discurso de un abogado en el Juez. Y, más aún, consiguió que este humilde letrado descreído recuperase momentáneamente un pedacito de fe en la oratoria.


Estrambote discreto y/o pseudoepílogo

No hace mucho me encontré con aquel joven abogado, antiguo alumno, que defendió con nervios al sancionado por la infracción de tráfico. Recordamos aquello, y me confesó que aquel había sido su primer juicio. Menudo estreno: con la sala abarrotada de un público constituido por alumnos de tu antigua Facultad y, encima, con uno de los profesores que tuviste en materia de Derecho Administrativo.

Lo ganó.

Imagino que el lector se preguntará qué ocurrió con el pleito de la empresa sancionada por la inspección ¿Consiguió el abogado, con su simpar alegato, una Sentencia favorable?

Yo también me lo pregunté. Pero nunca llegué a planteárselo al Magistrado.

 

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El informe (que no lo es)


Aún recuerdo bien el desconcierto que me producía aquello en mis inicios en la abogacía, cuando defendía mis primeros juicios. Una vez celebradas ya todas las pruebas y fijadas de manera definitiva las posiciones de cada una de las partes, justo cuando tenías los nervios a flor de piel, porque te disponías a realizar la intervención más relevante que, pensabas, tiene un abogado en una vista, los jueces te decían, más o menos solemnemente: «Sr. Letrado, para informe».

Y es que, en puridad, así es. La denominación legal y tradicional del discurso en el que cada parte defiende sus posiciones recapitulando lo ocurrido a lo largo del juicio es la de «informe». Repasemos si no:

Bien es verdad que las leyes procesales más recientes introducen también la variante «conclusiones». Así, el art. 433.2 de la LEC (para la determinación de los hechos), el art. 78.19 de la LJCA (para las vistas de los procedimientos abreviados) y el art. 87.4 de la Ley de la Jurisdicción Social.

En todo caso, las normas procesales coinciden en intentar sujetar lo más posible el informe a la estructura de hechos y fundamentos de derecho que tienen las demandas (o los escritos de calificación penales) y sus contestaciones, sin que se puedan solicitar en ese momento pretensiones diferentes a las ya formuladas.

Esta denominación es también la acogida por la Real Academia Española. En la definición de informe en su Diccionario (DRAE) figura, como tercera acepción, y referida precisamente al mundo del Derecho, la de «exposición total que hace el letrado o el fiscal ante el tribunal que ha de fallar el proceso».

¿Por qué pues mi desconcierto? Sin descartar que el principal factor de sorpresa entonces fuera mi bisoñez en el foro, el caso es que la palabra informe no me cuadra bien para un discurso de defensa en juicio.

El informe tiene la clara connotación de ser aséptico, meramente descriptivo. Por algo, en su primera acepción, el DRAE lo define como una «descripción, oral o escrita, de las características y circunstancias de un suceso o asunto». En los procedimientos administrativos y legislativos, un informe es una declaración de juicio emitida por un órgano en relación con determinados aspectos que plantea ese procedimiento. Además, la emisión de informes es más propia de otras y múltiples profesiones que no son la de abogado: médicos, científicos, peritos varios, detectives privados… Es más, estas dos clases de informes (como actuación en el procedimiento para ayudar en que la toma de decisiones sea más acertada, y como soporte de la prueba pericial), aparecen mencionados, con esos sentidos, de manera mucho más numerosa en las leyes procesales. Es decir, el propio legislador tiende a usar «informe» con otros significados que no son el de discurso final.

Pero entonces, ¿qué otra palabra se podría utilizar? Para mí, hay una mucho más adecuada a la función que cumplimos en esta parte del juicio: «alegato».

Curiosamente, la Real Academia Española tiene varias acepciones en la definición de alegato en el DRAE, y asimismo incluye una aplicable al mundo jurídico. Para el DRAE, en Derecho el alegato es el «escrito en el cual expone el abogado las razones que sirven de fundamento al derecho de su cliente e impugna las del adversario» (una definición que, por cierto, podría servir para la demanda y su contestación, o para un recurso). Fijémonos en las diferencias que la Academia ve, jurídicamente, entre informe y alegato: el alegato no es verbal, sino escrito; no es total, por lo que no tiene por qué ser al final del proceso; y, además, corresponde solo a los abogados, no al fiscal. No encuentro esta diferenciación en las normas procesales españolas, en las cuales (salvo error por mi parte) no aparece en parte alguna la palabra alegato, ni con este significado ni con ningún otro.

Pero lo que es todavía más llamativo y sorprendente es que, como primera acepción, y no referida expresamente al mundo jurídico, el DRAE establece que el alegato es un «argumento, discurso, etc., a favor o en contra de alguien o algo». Es decir, aquí sí, justo lo que los abogados hacemos al final del juicio. Y por cierto, lo que recogen bajo tal denominación las Reglas de procedimiento y prueba de la Corte Penal Internacional (regla 141.2).

Para mi gusto alegato suena más clásico. Remite a los discursos forenses señeros y ejemplares. Además, realizar un alegato resulta algo más propio y singular de los abogados que hacer un informe. Y por último, parece tener una connotación de unirnos más al cliente; no meramente de exponer unas conclusiones más o menos asépticas, sino de hablar en su favor.

Y hasta aquí mi pequeño informe sobre el informe, o, mejor, mi alegato por el alegato.

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¿»DIGO» o «DICE»? Primera/tercera persona en escritos procesales


Tenía pensado escribir sobre este tema en una futura entrada sobre dudas tontas o menores que todavía se me presentan a la hora de redactar mis escritos procesales. Pero… esta concreta incertidumbre mía se fue ramificando y agrandando a medida que intentaba contestármela, con lo que vino a dar en esta especie de soliloquio cuasi hamletiano (aunque ni por asomo tan dramático, claro está).

¿Uso la primera o la tercera persona?

La duda ortográfica/sintáctica/gramatical es simple de resolver, creo: ambas son correctas. Se escoja usar una u otra persona, lo importante es mantener el uso de esa misma persona y la correspondiente concordancia gramatical entre sujeto, verbo y pronombres durante todo el escrito procesal (cuidado: ya vimos que esto es algo que, a veces, el uso del «copia y pega» palimpsesto nos puede impedir involuntariamente).

Otra cosa ya es la duda estilística. Duda que es coincidente con la que tiene cualquier escritor a la hora de empezar su novela: ¿cuál de las dos personas resulta más adecuada? A mí, como lector, me vienen gustando últimamente novelistas contemporáneos que tienden a usar el narrador-protagonista o el monólogo interior, y, por consiguiente, la primera persona: Javier Marías, Javier Cercas… O antes de ellos, de manera magistral, Julio Cortázar. Parece más o menos claro que la evolución en la novela ha ido hacia el mayor uso de la narrativa en primera persona, frente a la ya más clásica tercera persona de las grandes novelas del pasado.

Quizá por ello hay en la red numerosos consejos para los escritores noveles acerca de los  inconvenientes y ventajas que tiene escribir la novela en primera persona. O los de hacerlo en tercera persona.

Pero como en el foro no debemos hacer literatura (ni novela, ni ensayo, ni mucho menos poesía o drama), creo que en nuestro caso habría que plantear este interrogante desde un punto de vista distintivo: desde la perspectiva de la búsqueda de la eficacia. La pregunta pertinente, pues, sería: ¿Qué efecto puede tener una u otra elección a la hora de persuadir a nuestro lector, el Juez?

(Claro que, antes de contestar, quizás habría que hacer un inciso, realmente utópico: lo ideal sería conocer de antemano qué Juez lo va a leer y cómo lo prefiere, y así tendríamos la solución más apropiada al dilema).

Hay, por lo tanto, un importante componente psicológico. Hablar en primera persona supone una afirmación del yo, denotar claramente que somos parte en el pleito y que sostenemos una postura que defendemos sin ambages como la nuestra. Además, y esto es algo que le cuadra más a mi manera de ser, con ello se busca convencer en la cercanía, no en la distancia. Parece también más actual, más moderno (así lo defiende, por ejemplo, Javier Badía en su estupenda bitácora en pro de la claridad en el lenguaje administrativo). Y más sincero.

Por contra, usar la tercera persona resulta más impersonal. Se diría que quien se expresa es un narrador imparcial, que no es parte en el pleito (cuando sí lo es). Parece transmitir engreimiento o superioridad, como en aquel Julio César de los cómics de Asterix, caracterizado por hablar de sí mismo en tercer persona. Suena ya anticuado. De hecho, la mayor parte de los formularios actuales de las bases de datos jurídicas punteras usan la primera persona.

Aunque, finalmente, es posible que todo esto no sean más que elucubraciones sin mucho sentido. Porque, en nuestro caso, en realidad siempre es tercera persona: nuestro escrito, a pesar de que lo redactamos de cabo a rabo los/las abogados/as, lo encabeza el/la procurador/a, y es él/ella quien va relatando, quien es el/la narrador/a. Así que hay una doble mentira latente en todo escrito procesal de parte: el/la procurador/a no dice, sino que relata por escrito; y tampoco escribe, solo firma. Escribimos por persona interpuesta, pues. Y, de esta manera, somos siempre una especie de «negros», no con estilo literario, pero sí en el sentido literario del término.

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¡Dios mío! Pero… ¿dónde me siento yo?



He aquí una de las más terribles pesadillas que nos asaltan cuando nos enfrentamos a nuestros primeros juicios: !!no sé ni dónde tengo que sentarme¡¡ ¿arriba o abajo? ¿a la derecha o a la izquierda?

Ante todo, hay que quitar dramatismo a esta cuestión, porque no es algo esencial ni tan importante como, en la angustia de nuestro desconocimiento, nos imaginamos. Uno no es mejor o peor abogado por no saber dónde ubicarse. Ni depende de ello el resultado del pleito. Se trata de temores infundados y magnificados.

Además, la pregunta tiene una contestación bien sencilla: hay que sentarse donde determine el Juez o el Presidente del Tribunal. Así de simple.

(Eso sí, hay que actuar sentado. Lo de hacer el alegato de pie, mejor dejarlo para las películas americanas o se corre el riesgo de hacer el ridículo, como según una leyenda urbana, le ocurrió a algún compañero).

Lo que dice la Ley.

Como uno tiene tendencias legalistas, cuando empezaba busqué cómo estaba regulada esta cuestión. Si no me equivoco, no existe mención concreta alguna en las leyes de procedimiento. Las únicas referencias están en el art. 187. 2 de la LOPJ , en el art. 38.1 del Estatuto General de la Abogacía, e, indirectamente, en el art. 59.5 y 6 del Reglamento Orgánico del Estatuto del Ministerio Fiscal.

El citado precepto de la LOPJ establece que los Abogados, al igual que los Jueces, Magistrados, Fiscales, Secretarios y Procuradores, ocuparán un lugar en los «estrados» y «se sentarán a la misma altura». Así pues, tenemos que situarnos en los estrados, es decir en la tarima algo elevada que constituye el lugar de honor en la sala, no en los primeros bancos. Y hacerlo sentados, al mismo nivel que el resto de juristas intervinientes.

El Estatuto General de la Abogacía es un poco menos parco, como corresponde a su condición de norma reglamentaria. Además de que los Letrados estén sentados al mismo nivel que los Jueces, precisa que tendrán «delante de sí una mesa«. Y que se deben situar «a los lados del Tribunal de modo que no den la espalda al público» (otra vez tendremos que olvidarnos de las películas americanas). Por ultimo, el Estatuto hace hincapié en la consideración debida a nuestra profesión, recordando que nuestra ubicación en la sala debe producirse «siempre con igualdad de trato que el Ministerio Fiscal o la Abogacía del Estado».

Si en la vista interviene un Fiscal, en su Reglamento (de incierta aplicación, ya que es preconstitucional, por lo que en parte puede entenderse derogado por la Constitución y por la Ley del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal) hay unas reglas más precisas sobre su ubicación, que están en función de la categoría del interviniente dentro de la carrera fiscal.

Claro que con lo anterior no es suficiente para saber en qué lado de los estrados nos tenemos que sentar. Entonces, ¿dónde está la solución jurídica?

Entiendo que la respuesta correcta estriba en considerar que la ubicación concreta, a un lado o a otro, corresponde a la potestad de ordenación de las vistas que el art. 190.1 de la LOPJ le atribuye al Presidente (la llamada «policía de estrados»). Así, dentro del «mantenimiento del orden» en la Sala, que corresponde al Presidente del Tribunal o al Juez, puede entenderse comprendida esta cuestión y a tales efectos éste se encuentra habilitado legalmente para acordar «lo que proceda». O sea, para poder decidir, entre otras cuestiones, en qué lado concreto se sientan los juristas intervinientes.

Creo que esta opción resulta mejor que si esto se hubiera determinado en detalle en una norma reglamentaria, o en acuerdos internos de las Salas de Gobierno. Porque entonces debería haberse pormenorizado mucho en la norma, sin que seguramente se hubiera podido llegar a contemplar todos los casos posibles. Es preferible, porque resulta mucho más ágil, dejarlo al criterio del Juez.

De este modo, es cada Juez o Tribunal quien determina nuestra ubicación concreta según su criterio. Como ese criterio, una vez establecido, se suele seguir de forma habitual en cada Juzgado, a veces se dice, yo creo que de forma poco precisa técnicamente, que estamos ante un uso procesal, o incluso ante una costumbre. Jurídicamente, no es uso ni costumbre, sino potestad del Juez o Tribunal.

En cualquier caso, cada Juzgado o Tribunal puede tener su propio parecer. Es fácil comprobarlo cuando intervienes en varios partidos judiciales. Por ejemplo en la foto del encabezado de esta entrada, en una vista ante el Tribunal Supremo, el Fiscal (identificable por las puñetas) se sienta a la izquierda del Tribunal. Pero en cambio en esta otra foto de más abajo, se observa como en un juicio en una Audiencia Provincial, el Fiscal, por el contrario, se coloca a la derecha del Tribunal. En los Juzgados de lo Penal de mi ciudad se sienta a la izquierda. Y en los Juzgados de Instrucción, en unos a la derecha y en otros a la izquierda.

Juicio en AP Badajoz

Qué hacer en la práctica.

En la práctica, la manera de saberlo es presenciando vistas en ese Juzgado en días anteriores. Si no fuera posible, hay que observar, en el mismo día, cómo se desarrollan los juicios anteriores al nuestro.

Y como cabe la posibilidad de que tampoco podamos hacer esto último, basta con no perder la calma y preguntar.

Sin agobios, con tranquilidad. También aquí está presente el estilo.

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Sus Señorías se dirigen a los ciudadanos



Una de las mejores maneras de aprender el oficio de Abogado (la cual, por cierto, recomiendo a todos los compañeros que se inician) es ir a los Juzgados para asistir entre el público a los juicios. Como algún Abogado veterano me lo había aconsejado a mí, y dado que yo estaba empezando (por lo que todavía no tenía demasiadas ocupaciones), hubo un tiempo, ya lejano, en que me pasaba toda una mañana en la Sala de Vistas intentando tomar nota mientras observaba cómo se comportaban los que allí actuaban.

En uno de los Juzgados que yo frecuentaba por aquella época había entonces un Juez bastante joven. Cada vez que entraba un testigo para prestar declaración, este Juez le recitaba en tono imperioso, a toda velocidad, mirando desganadamente hacia un lugar indefinido y cual si de un tema de oposiciones se tratara, la siguiente retahíla:

«Comparece usted para deponer como testigo. Es su obligación contestar la verdad a todo lo que le sea preguntando. Queda apercibido de que el vigente Código Penal castiga con pena de prisión el falso testimonio prestado en causa civil. ¿Jura o promete decir verdad?»

Los pobres testigos, que acababan de entrar como toros (mansos) a la plaza, y se encontraban de repente rodeados por todos lados de figuras severas vestidas con extraños trapos negros, no sabían qué hacer ante la regañina. Eran muchos los que, tras girarse a un lado y a otro implorando ayuda con la mirada, farfullaban atropelladamente un incoherente «sí, juro o prometo», mientras en su interior seguramente maldecían el día que habían sido citados para ir al Juzgado.

Al cabo de unos años, este Juez fue sustituido por una Jueza, de similar edad al anterior. Cuando llegaba el mismo trance, la nueva titular del Juzgado decía, lenta, firme, tranquilamente y mirando con fijeza a los ojos de la persona que comparecía como testigo:

«Buenos días. Soy la Jueza. Usted viene aquí como testigo. Sepa usted que, si miente, irá a la cárcel. ¿Lo ha entendido? […] Y ahora, ¿jura que va a decir la verdad, o prefiere prometerlo?»

Ni que decir tiene que ahora los testigos tenían absolutamente claro cuál era su deber, y, al mismo tiempo, perdían algunos de los miedos con los que habían acudido.

Frente al autoritarismo, la apatía, el uso de términos técnicos, el trato despersonalizado del anterior titular, teníamos ahora en aquella Sala de Vistas el respeto por las personas, la empatía, la firmeza no autoritaria, el lenguaje claro, pero preciso, y, sobre todo, el trato digno.

Ambos Jueces cumplían con la ley (art. 365.1 LEC), pero cada uno con un estilo radicalmente  diferente. Y eran precisamente esas contrapuestas formas de trato personal y comunicación las que, probablemente, determinaran que, en la práctica, en el primer caso no se estuviera satisfaciendo la finalidad de la ley. Porque de lo que se trataba aquí, en esencia, era de asegurar la práctica en las debidas condiciones de una prueba testifical.

Relevante cuestión de estilo, pues.

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Actuaciones judiciales, Introducción al Derecho, Jurisprudencia, Sentencias

Comenzar a intentar entender una Sentencia



Leer Sentencias resulta conveniente, aunque no para todos en la misma medida ni por las mismas razones. Para el público en general (al menos para aquella parte del mismo que sí quiere estar bien informado), es necesario para saber con precisión cómo se ha resuelto en realidad ese pleito tan publicitado en los medios. Para el estudiante, como medio de conocimiento de la aplicación del Derecho. Y para el práctico, más que conveniencia, es su deber estar al día del devenir de la jurisprudencia y conocer nuevas posibilidades de defensa de sus clientes.

Esta entrada dirigida a los dos primeros, legos y estudiantes, con la intención de ofrecerles una primera orientación dentro del piélago de los dictámenes judiciales.


¿Qué es una Sentencia?

La Sentencia es la resolución judicial mediante la que, de forma debidamente motivada en Derecho, se pone fin a un procedimiento y se resuelven todas las cuestiones planteadas en el mismo. Constituye la finalización normal de los procedimientos judiciales, aquello a lo que tienden todos ellos y que se debe producir salvo que, por excepción y debido a circunstancias especiales recogidas en las leyes, el pleito termine de otra manera. Con la Sentencia se debe dar satisfacción al derecho fundamental a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 de la Constitución) en su vertiente de derecho a una resolución judicial motivada y fundada en Derecho sobre el fondo del asunto. La finalidad última de la Sentencia es hacer Justicia en el caso concreto planteado.

Hay Sentencias dictadas en primera instancia, es decir, son la primera resolución judicial de ese tipo que se da en ese litigio . Y también hay Sentencias dictadas en segunda instancia, en las que se resuelve un recurso (de apelación, de casación) interpuesto por alguna de las partes contra una Sentencia de primera instancia. Las Sentencias de primera instancia pueden, por tanto, resultar luego revocadas por otras Sentencias ulteriores.

También existen otros tipos de resoluciones judiciales diferentes a las Sentencias (Autos, Providencias) que, normalmente, tienen menor relevancia.


¿Qué nos encontramos en una Sentencia?

Las Sentencias dictadas por los Juzgados y Tribunales de los distintos órdenes jurisdiccionales tienen que seguir un mismo esquema, previsto de manera general para todas ellas en el art. 248.3 de la LOPJ y en el art. 209 de la LEC. No obstante, existen algunas singularidades concretas en cada orden jurisdiccional, establecidas en sus correspondientes leyes procedimentales.

Según establece el art. 248.3 de la LOPJ, las Sentencias «se formularán expresando, tras un encabezamiento, en párrafos separados y numerados, los antecedentes de hecho, hechos probados, en su caso, los fundamentos de derecho y, por último, el fallo».

De este modo, las partes de toda Sentencia son:

1º.-Encabezamiento.

En el mismo se hace constar el Juzgado o Tribunal que dicta Sentencia (especificando el Magistrado ponente, es decir aquel de los que forman el Tribunal que se ha encargado de redactar la Sentencia), la fecha de la misma, quiénes son las partes del procedimiento judicial, los nombres de los abogados y procuradores de las mismas, y el objeto del juicio.

2º.- Antecedentes de hecho.

Los antecedentes de hecho deben expresarse en párrafos numerados y separados. Constituyen un relato, más o menos sucinto, de la tramitación judicial seguida hasta el momento de dictarse la Sentencia: interposición de la demanda o recurso, pretensiones de las partes, pruebas practicadas, etc.

(2º Bis.- Hechos probados)

La declaración de hechos probados, es decir, el relato de los hechos que el Juez o Tribunal considera que son los verdaderamente acaecidos según deduce de las pruebas practicadas en el procedimiento, no es un apartado obligatorio en todas las Sentencias. Actualmente debe constar en las Sentencias dictadas en los órdenes jurisdiccionales penal y social. Pero no ocurre así en las Sentencias de la jurisdicción civil y la contencioso-administrativa, dónde esta parte no es obligatoria, y, por lo tanto, suele ser inexistente.

3º.- Fundamentos de Derecho.

También se debe expresar en párrafos numerados y separados.

Esta es la parte que constituye el núcleo fundamental. En ella, el Juez o Tribunal debe dar cuenta suficiente de las razones y fundamentos legales de su decisión, expresando cuáles son las normas jurídicas que entiende aplicables y cuál es la interpretación que hace de las mismas en el caso concreto. Además de hacer referencia a las normas jurídicas, también es habitual que se haga un resumen de la doctrina jurisprudencial fijada en Sentencias anteriores que pueda resultar de aplicación al caso enjuiciado.

Es la parte más extensa de la Sentencia.

4º.- Fallo.

A pesar de que en lenguaje usual la palabra «fallo» tiene otro significado, en el ámbito jurídico el fallo es la decisión judicial tomada mediante la Sentencia. Los fallos pueden contener varios pronunciamientos o decisiones diferenciadas. Normalmente, aunque el contenido varía según las distintas jurisdicciones, el fallo absolverá o condenará (total o parcialmente) a la parte contra quien se dirigió el pleito.

El fallo debe incluir también la decisión sobre las costas (gastos generados a la partes por tener que ir a pleito), las cuales se impondrán a la parte que vea desestimadas íntegramente sus pretensiones.

En segunda instancia, las Sentencias confirmarán o anularán («casarán», si el recurso es el de casación) la Sentencia de primera instancia objeto del recurso. También aquí habrá un pronunciamiento sobre las costas.

(4º Bis.- Votos particulares.)

Cuando las Sentencias son dictadas por Tribunales (no por Juzgados) se aprueban por mayoría absoluta de los votos de los Magistrados que formen la Sala o Sección sentenciadora. El resultado de la votación no se hace constar en el texto de la Sentencia.

Pero a veces ocurre, sobre todo cuando el asunto resuelto en la Sentencia es muy relevante o resulta polémico, que los Magistrados que votan en contra del fallo aprobado quieren hacer público el sentido de su voto y la fundamentación del mismo. Para llevarlo a efecto se formula por escrito un «voto particular», una especie de resolución alternativa, con su correspondiente fundamentación jurídica y fallo, que forma parte como anexo del texto de la Sentencia (art. 260 LOPJ). Las Sentencias que cuentan con votos particulares discrepantes suelen ser muy interesantes porque permiten observar el planteamiento de debates jurídicos de gran altura.

Firma, publicación y lectura en audiencia pública.

Las Sentencias deben ser firmadas por los Jueces y Magistrados que las dictan.

Una vez firmadas, las Sentencias son públicas y se depositan en la Oficina judicial, debiéndose permitir «a cualquier interesado el acceso al texto de las mismas» (art. 266.1 LOPJ). Además, el Consejo General del Poder Judicial realiza la publicación oficial de la jurisprudencia de los diversos Juzgados y Tribunales, a través del órgano técnico denominado Centro de Documentación Judicial (CENDOJ), quien la pone a disposición del público en general, de forma gratuita, a través de la página web del Poder Judicial.

Las Sentencias deben ser leídas en audiencia pública, si bien esto es algo que, en la práctica cotidiana, es completamente inusual. Por eso, la inmensa mayoría de las Sentencias acaban con una proclamación («fue leída celebrando Audiencia Pública») que no se corresponde en absoluto con la realidad.

Notificación

Por último, aunque esto no forma parte del texto de la Sentencia, en la notificación de la Sentencia a las partes del pleito se debe indicar» si la misma es o no firme y, en su caso, los recursos que procedan, órgano ante el que deben interponerse y plazo para ello« (art. 248.4 LOPJ). Esta indicación, llamada «pie de recurso», se incluye a veces en los textos de las Sentencias contenidas en las bases de datos de jurisprudencia.

Aquí tenemos un ejemplo de una Sentencia reciente en la que he resaltado cada una de sus partes y lo esencial de su contenido. Se trata de una breve Sentencia de primera instancia, de la jurisdicción contencioso-administrativa, en la que se decide acerca de un asunto relativamente sencillo, por lo que resulta ideal para comprobar cómo se desarrolla el esquema antes descrito.


¿Cómo llegar a comprender lo que se dice en una Sentencia?

Conviene empezar teniendo claro su esquema. Y luego, leerla detenidamente y con mucha perseverancia. Decía una coplilla popular que «Nadie entiende al abogado cuando de su ciencia explica, menos aún al magistrado que latines multiplica, pero el pobre ciudadano si la sentencia ha leído, siempre se queda dudando si es que ha ganado o perdido porque lo declara un fallo»  (cita tomada de MUÑOZ ÁLVAREZ, Guadalupe: «La modernización del lenguaje jurídico», Diario La Ley, 7384, 20 de abril de 2010).

Entender bien una Sentencia va a requerir concentración y realizar un considerable esfuerzo intelectual, pero merece la pena.

Aun así hay sentencias que no se llegan a entender bien. No ya la decisión tomada, ni el porqué de la misma, sino el lenguaje utilizado para justificarlas. Por eso, el lenguaje de las Sentencias merecerá varias entradas aparte en este blog.

No hay que desesperar; la tenacidad es aquí también parte del estilo.

P.S.: Para los estudiantes que ya se iniciaron en la lectura de Sentencias, les puede ser útil consultar la entrada sobre cómo realizar un comentario de Sentencia.

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