General

Un mapa de Estilo jurídico


Si algo pudiera tener de especial este blog no es el que trate cuestiones problemáticas de la actualidad jurídica. Ni el que sus entradas aparezcan con estricta regularidad. No.

Desde su arranque en el verano de 2014, con la intención de publicar una entrada cada quince días, en pocas ocasiones se han cumplido con regularidad las entregas, sino que se han demorado en el tiempo mucho más de lo deseable. Pero esto, que se suele señalar como el mayor pecado en el que pueden caer los blogueros, puede que no sea tan determinante aquí (o al menos con ese pensamiento me consuelo).

Porque las cuestiones tratadas se pueden calificar como «de fondo»: intemporales, en general no versan sobre la coyuntura jurídica, ni dependen de cambios legislativos o jurisprudenciales.

Como un cuaderno de bitácora tiene la finalidad de reflejar la derrota seguida en la navegación, no debería ser complicado descubrir en un blog un hilo conductor, unos hitos en su navegación. En el caso de este blog: el profundizar en algunas cuestiones que me preocupan o me interesan, en el ámbito de la escritura de textos jurídicos.

Pero, dado el tiempo transcurrido, resulta quizás aconsejable (también para mi propia orientación, incluso) manejar un índice, mapa o brújula para navegar esta bitácora. A continuación, despliego este plano señalando las principales categorías en las que se agrupan las entradas y dentro de cada una los posts que tienen un especial significado para mí (no necesariamente los que considero mejores o más útiles).


Introducción al Derecho

Esta categoría agrupa las entradas sobre cuestiones básicas de Derecho (y de la comprensión inicial del tecnolecto jurídico) por las cuales quizá se suele pasar un tanto de puntillas en la enseñanza oficial. Tienen en común su vocación pedagógica, su relación con la expresión certera, y el que pueden resultar provechosas a quienes no tienen conocimientos jurídicos previos (pero especialmente a estudiantes universitarios de la asignatura homónima).

«El nombre (exacto) de las normas» ilustra la no siempre clara relación de la denominación oficial literal de las normas con su tipología normativa. Muy útil, creo, para orientarse con propiedad entre las clases de normas jurídicas de nuestro Ordenamiento.

Creo que es recomendable completar la entrada antes citada con la serie de dos entradas sobre la titulación de las normas, en las que se analizan con bastante detalle las cuestiones (ortográficas y de estilo) que se plantean a la hora de establecer la denominación oficial de las normas. Y también con la entrada «La numeración y fecha de las normas», que aporta alguna curiosidad interesante.

Otras entradas reseñables en esta categoría, que pueden servir para ponernos al día a quienes estudiamos Derecho hace mucho tiempo, me parece que son «10 enunciados sobre las fuentes del Derecho que (quizás) ya no valen (o quizás sí)» y «Ley de Bases ≠ Ley básica».


Léxico jurídico

La terminología jurídica centra otra de las categorías principales del blog. Con la pretensión de aclarar vocablos que pueden resultar oscuros, averiguar cuál es su recta utilización y romper una lanza a favor de escribir cada vez más claro.

Hay un buen número de entradas en esta categoría, como ocurre con «Solicitud no es petición», «Recurso / Reclamación» y otras tantas, destinadas a deslindar dos términos que pudieran parecer como sinónimos, pero que en el vocabulario jurídico presentan matices importantes que todo aspirante a escribir bien en Derecho (o simplemente a entender el Derecho) debe conocer.

No obstante, como se aprecia en las entradas dedicadas al otrosí, el que uno propugne la claridad en el lenguaje jurídico no resulta obstáculo para revindicar aquellos términos propios del Derecho cuyo uso sí que sigue teniendo un evidente (al menos para mí) sentido práctico.


Estilo de escritura procesal

Esta es la categoría dedicada propiamente a las cuestiones de estilo, aquellas que se nos suelen plantear cuando redactamos escritos procesales. En este blog, humildemente, se pretende dar respuesta, desde mi experiencia, a varias de ellas.

Algunas de las entradas que me parecen especialmente conseguidas y aprovechables son la serie de cuatro sobre el arte de alegar jurisprudencia, una problemática en la que, creo, nos falta formación a los abogados. O esta otra serie que versa sobre algunas dudas tontas (fundamentalmente ortográficas).

También, como partidario del lenguaje desprovisto de artificio, emprendo en varias entradas mi particular cruzada contra los «formulismos abogadiles». Y, consecuentemente, en la opción entre suplico y solicito lo tengo claro.


Algunos destinatarios específicos

Para indicar qué concretos grupos de lectores pueden sacar más provecho de ciertas entradas, el blog tiene diversas etiquetas aplicables:


Alguna vez he dicho, basándome en mi experiencia con esta bitácora digital, que un blog, antes que nave que tenga marcado un rumbo fijo, se asemeja más a una botella con mensaje que uno lanza al proceloso océano y acaba arribando a quién sabe qué costas y qué lectores. Así ha resultado ser este. Venturosamente.

En fin, invito a los lectores a descubrir (o seguir leyendo) este blog y a recomendarlo. Y también les exhorto a indicarme nuevos temas que tratar por aquí.

P. S.: No quiero dejar de dirigir un especial saludo a mis amigos traductores. Nunca había pensado en ellos como destinatarios de lo que yo quería escribir, pero he aquí que, para mi sorpresa y sin yo pretenderlo, parece que estas letras les son especialmente útiles. Me congratulo de ello.

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Escritos procesales, Estilo de escritura

Los dos puntos: su (cuasi inédito) uso en los escritos procesales


Esta es una entrada reivindicativa, desde su mismo título. Y la reivindicación es clara: los dos puntos deberían ser más usados en los escritos procesales.

Porque uno tiende a pensar que las gentes del Derecho menospreciamos este signo de puntuación. O quizás peor aún: ignoramos su existencia y sus múltiples usos posibles.

Me parece evidente que el uso adecuado de los dos puntos va a redundar en el enriquecimiento de nuestro discurso. Entre otras, aprecio en general las siguientes ventajas en los dos puntos: descargan los párrafos, introduciendo pausas; contribuyen a la brevedad del escrito; delimitan mejor las diversas ideas; ayudan a mostrar las conexiones entre esas ideas; refuerzan nuestra argumentación (sin usar palabras); y, además, nos permiten enfatizar aquello que queremos destacar. En definitiva, contribuyen a hacer mucho más claro y efectivo el discurso.


A continuación, se desgranan algunos de los usos de los dos puntos reconocidos en la Ortografía, y que, según mi experiencia, en muchas ocasiones brillan por su ausencia en los textos forenses. Sigo para ello las indicaciones de la Ortografía de la RAE, el Libro de estilo de la lengua española y el Libro de estilo de la Justicia. Y procuro expresar, en cada caso, cuáles son, a mi juicio, las ventajas concretas de su utilización en nuestros escritos.

(Nota bene: en los ejemplos que inserto, y únicamente para resaltarlos, los dos puntos van en negrita y subrayados)


Enumeración

Los dos puntos se pueden utilizar para introducir enumeraciones de carácter explicativo, que son aquellas que van precedidas de un elemento anticipador.

«Según reiterada jurisprudencia, los presupuestos de la existencia de responsabilidad patrimonial de la Administración son: una actuación imputable a la Administración, que esta actuación cause un daño en los bienes y derechos de los particulares, y que ese daño sea antijurídico y evaluable económicamente».

La anterior es la secuencia normal, pero también puede hacerse la enumeración cambiando ese orden natural, es decir, insertando en primer lugar los elementos de la enumeración y después, tras los dos puntos, el concepto que los engloba.

«Buena fe, justo titulo y posesión continuada: tales son los requisitos de la usucapión».

Una ventaja evidente de este uso de los dos puntos es la delimitación clara de los elementos que componen un concepto o idea. Me parece que resulta muy adecuado para servir como introducción a la posterior descripción de cada uno de los elementos enumerados.

Además, si los usamos en la segunda de las maneras expuestas, tenemos la ventaja adicional de que así hacemos más variado el texto, al mismo tiempo que ponemos más de relieve, mediante su anticipación, los elementos de la enumeración. Puede servirnos, también, a modo de recapitulación de los elementos usados en nuestra argumentación anterior.


Ejemplificación

Con los dos puntos podemos introducir un ejemplo del elemento anticipador que hemos mencionado con anterioridad en el párrafo.

«El caso resuelto en la sentencia citada resulta muy similar al del presente asunto: el despido fue motivado por una incapacidad temporal de larga duración de la trabajadora».

De este modo se facilita el hacer comparaciones y se pueden mostrar de manera más clara las similitudes que refuerzan nuestra argumentación. Muy adecuado, por tanto, cuando argumentamos que es de aplicación la analogía.


Introducción de citas literales

Los dos puntos resultan imprescindibles cuando queremos usar el estilo directo. Por ejemplo, para reproducir textualmente partes de sentencias o preceptos legales citados, tanto en párrafo aparte como dentro del párrafo.

«La referida sentencia dictaminó (FJ 4º): ‘Las enfermedades que provocan una incapacidad temporal de larga duración deben considerarse como una enfermedad grave, de tal manera que los despidos producidos por causa de dicha situación vulneran el derecho fundamental a la integridad física’».

Como se comentó en una entrada de este blog sobre la alegación de jurisprudencia, el uso del estilo directo (y por lo tanto de los dos puntos) resulta más indicado cuando la cita va a tener cierta extensión. Y asimismo cuando queramos despejar dudas sobre el contenido de la resolución alegada, mediante la cita de su texto original.


A continuación veremos la utilización de los dos puntos en la yuxtaposición. En los siguientes cuatro casos, con el uso de los dos puntos se consigue que dos oraciones permanezcan como oraciones yuxtapuestas, sin necesidad de emplear ningún otro nexo más. Y, por lo tanto, evitamos así convertirlas en oraciones subordinadas, cuya abundante presencia y excesiva longitud resulta, lamentablemente, tan frecuente en el foro.

En todos estos cuatro casos, de algún modo los dos puntos actúan en la práctica como conectores. Pero con la ventaja de que nos permiten realizar la conexión entre las partes de nuestro discurso sin usar palabra alguna: el colmo de la elegancia en la escritura, para mí.

Conexión de oraciones entre las que existe una relación causa-efecto

Un ejemplo de esta forma de usarlos puede ser este:

«La enfermedad de la trabajadora resultaba incapacitante: no pudo desempeñar su trabajo durante más de seis meses».

Nótese que esta utilización de los dos puntos nos puede resultar muy conveniente en la escritura de discursos expositivos (por ejemplo, los hechos de una demanda) para introducir sutilmente la relación de causalidad entre dos acontecimientos.

Conclusión o resumen de la oración anterior

Aquí los dos puntos introducen una idea que sirve de refuerzo de lo expresado anteriormente.

«La voluntad de la empresa era extinguir la relación laboral: el despido finalmente se produjo».

Verificación o explicación de la oración anterior

Este es un uso de los dos puntos que no se suele ver en el foro. Y me parece que está infravalorado. Fijémonos cómo, de una manera elegante, queda más nítida todavía la oración precedente:

«La justificación de la sanción fue clara: mi cliente había consumido alcohol en la vía pública».

Oposición a la oración anterior

Aquí los dos puntos nos sirven para realizar una argumentación en la que mostramos la contradicción de nuestra idea (que se introduce al final, tras los dos puntos) con otra idea que consideramos errónea (la cual hemos expuesto con anterioridad); esto lo hace ideal para realizar una refutación. Es un buen recurso para llamar la atención de nuestro lector sobre nuestra postura. Y para resultar categóricos.

«La Administración no persigue el interés particular: está al servicio del interés general».


Con conectores discursivos

Los dos puntos se pueden usar también después de los conectores que tienen carácter introductorio de un enunciado: a saber, es decir, dicho de otro modo, etc.

«En conclusión: en este caso existe responsabilidad patrimonial de la Administración».

En muchos de estos casos, sin embargo, se puede utilizar una coma en lugar de los dos puntos; y así se suele hacer.

Pero a mí, sobre todo en las partes conclusivas del escrito, me parece preferible usar los dos puntos. Los finales resultan más efectivos con frases cortas, contundentes y que sirvan como corolario definitivo, como contundente colofón de la argumentación. Las comas no resultan tan terminantes. Como me dijo una vez un compañero, los dos puntos son como si cogiéramos al lector por las solapas para que no deje de prestar atención al punto final de nuestra historia.


Separación de epígrafes internos del escrito

Este sí es un uso tradicionalmente presente en el foro. Resulta propio de los escritos procesales y administrativos. De hecho, como tal está reconocido por la Ortografía de la RAE; es más, no se permite su utilización fuera de este ámbito.

«PRIMERO: La actora es trabajadora de la empresa demandada, con la categoría profesional de administrativa y una antigüedad en la misma de 7 de diciembre de 2019».


Hasta aquí mi humilde apología de este signo de puntuación, que, como el amable lector a buen seguro comprenderá, no puede acabar más que con una exhortación: usemos más los dos puntos.

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Actuaciones judiciales, Jurisprudencia

El arte de alegar jurisprudencia (y IV): el caso especial de las vistas orales



Llegamos aquí al último escalón de nuestra ascensión gradual en el arte de la alegación de la jurisprudencia. El peldaño más elevado y, en mi opinión, el más difícil de alcanzar con éxito. Tras tratar en los capítulos primero, segundo y tercero la importancia de la jurisprudencia, su adecuada selección y la manera de insertarla, siempre en referencia a nuestros escritos procesales, toca ahora ver cómo hacer lo propio en las vistas orales.

Recuerdo ahora que, cuando yo empecé a ejercer, los abogados veteranos nos contaban una historia acerca de un distinguido abogado de nuestra localidad. Este abogado (quien, por cierto, era letrado de una Administración Pública tras superar una dura oposición), en las vistas en las que participaba, citaba de memoria párrafos literales enteros de sentencias que venían al caso y encajaban como un guante en su argumentación. Según nos decían, resultaba asombroso oírle, un portento de erudición jurídica. Hasta que un día, inquirido acerca de tamañas hazañas por otro compañero adverso, el letrado jurisprudente le reconoció paladinamente que todo aquello que citaba con tanta prosopopeya era producto de… su pura invención. 


Citar jurisprudencia en las vistas orales

Si en las anteriores entradas ya advertí de que yo no tenía reglas o consejos en firme que ofrecer, sino meras reflexiones, en esta ocasión ello es todavía más palmario. Por lo general, mis experiencias en esta cuestión las he percibido como insatisfactorias. Debido a ello, esta entrada vendría a constituir mi propio y personal exorcismo. Pido por ello disculpas anticipadas al lector, y me encomiendo a su benevolencia.

En primer lugar, parece evidente que las vistas orales (los juicios) no son terreno propicio para alegar y citar jurisprudencia; o, al menos no tanto como ocurre en el ámbito de los escritos procesales. Como principio general, creo, hay que ser muy prudente a la hora de usar este recurso en las vistas, porque es bastante fácil, según he comprobado en carne propia, que la introducción de jurisprudencia en el alegato rompa el hilo del discurso oral, y nuestro oyente automáticamente desconecte en este punto de la argumentación.

Por lo tanto, quizás la regla debería ser la de no citar jurisprudencia, salvo que lo consideremos absolutamente necesario. Se me ocurren algunos supuestos en los que puede ser conveniente alegar y citar jurisprudencia y, de hecho, es común verlo así en el foro. Por ejemplo, en asuntos penales, para destacar que la doctrina jurisprudencial requiere un determinado elemento del tipo en ese delito, que es discutible que concurra en nuestro caso. O en lo social, citar sentencias del Tribunal Supremo dictadas en unificación de doctrina sobre aspectos que puedan ser discutidos en el despido, como la antigüedad o el salario regulador.

Obviamente, vienen a ser de aplicación los extremos que vimos en las dos primeras entradas sobre la importancia de la jurisprudencia y la adecuada selección de la misma. Pero con matices. Creo que las sentencias que citemos deberían ser menos numerosas que en los escritos, lo que nos obliga a seleccionar con mayor rigurosidad esa/s sentencia/s.


Otra importante cuestión a tener en cuenta es el concreto momento procesal en el que nos encontremos.

Lo más más habitual será que la oportunidad para alegar verbalmente jurisprudencia la tengamos en el momento del alegato (informe) final del juicio en primera instancia. Un espacio de las vistas orales que, según nuestras leyes procesales, debería estar dedicado sólo a sentar las conclusiones resultantes de la práctica de la prueba. Es decir, suele resultar más un lugar para las cuestiones de hecho que para las cuestiones jurídicas controvertidas de fondo.

Diferente será que se trate de la vista de un recurso (en los escasos supuestos en que todavía las hay). Aquí parece haber más campo abierto a la alegación de jurisprudencia que pueda servir para argumentar contra la sentencia recurrida. Como no cabe esperar en este momento ninguna sorpresa ni habrá, normalmente, práctica de prueba, vamos a poder preparar mucho mejor esa alegación de jurisprudencia.

Pero hay además otro posible momento procesal, en el cual, precisamente, el conocimiento y la alegación de la jurisprudencia nos puede resultar vital: cuando se plantea en la vista alguna excepción procesal o un motivo de inadmisibilidad del recurso (o cuestiones previas en los juicios penales). En estos casos, si es la parte contraria quien plantea tales cuestiones en la vista, tendremos que reaccionar allí, verbalmente, sobre la marcha. Por lo tanto, conviene prepararnos bien de antemano y conocer perfectamente toda aquella jurisprudencia cuya alegación nos pueda ayudar a la hora de reaccionar (y diría que, especialmente, la del Tribunal Constitucional sobre el derecho a la tutela judicial efectiva). Una buena manera de prepararnos sería confeccionar un guión previo en el que plasmar todas estas cuestiones procesales que preveamos que nos pueden plantear, con inclusión de la jurisprudencia aplicable más relevante. Y repasar estos temas siempre antes de cada vista.


¿Cómo hacer la cita?

Para citar una sentencia, lo primero es identificarla. No sé si, en aras de la continuidad e inteligibilidad del discurso, merece la pena identificar la sentencia con tanta precisión como sí es recomendable hacerlo en los escritos. En todo caso, es muy difícil que el juez se quede en el acto con la referencia de la sentencia por muy despacio que la enunciemos. Y no parece que el hecho de que las vistas se graben nos garantice tampoco la identificación de la sentencia por el juez; aunque nos consolemos pensando que si el juez está muy interesado en conocer el texto de la sentencia citada, puede consultar su referencia en la grabación, es bastante improbable que lo acaben haciendo así. Por eso, posiblemente nos vendrá bien contar en este punto con las pequeñas ayudas a las que me referiré más adelante.

En cuanto al contenido de la cita, hay que tener en cuenta nuestras limitaciones, y, especial nuestra memoria. Si queremos citar literalmente un párrafo de la sentencia alegada, es prácticamente imposible no leerlo (salvo, claro está, que tengamos memoria fotográfica o que estemos en el caso del renombrado abogado de la anécdota del principio). Por eso quizá sea mejor interiorizar previamente el sentido de lo que dice la sentencia y exponerlo mediante la técnica de la paráfrasis, es decir, diciendo lo mismo pero con nuestras propias palabras, sin interrumpir el hilo discursivo para leer el texto de esa sentencia.

Por último, tendríamos que calibrar bien si nos conviene, o no, entrar en el análisis detallado de una sentencia alegada. Me da la impresión de que, en general, lo más adecuado en las vistas es contar el caso de la sentencia citada a la que pretendemos acogernos, poniendo el énfasis sus concomitancias (sin obviar sus posibles diferencias) con el caso objeto del pleito.


Unas (posibles) ayuditas

¿Aportamos en la vista copias de las sentencias alegadas (o no)? Esta forma de actuar se suele ver en las vistas orales, en las que es habitual que los abogados entreguen al juez el texto completo de las sentencias «a título ilustrativo». Con esa expresión se quiere soslayar que la doctrina jurisprudencial no puede ser objeto de prueba ya que se trata de una fuente complementaria del Derecho que debería ser conocida por los jueces y tribunales (o, al menos, esta fácilmente a su alcance).

Obvio es que aportar el texto de las sentencias aducidas facilita su consulta posterior por el juez. Pero resulta obligado preguntar primero al juez si permite la presentación de tales documentos. Afortunadamente, es cada vez más habitual que este lo admita sin problema, atienda luego, o no, los argumentos que se encuentran en el texto de tales sentencias.

En determinados casos, también podemos plantearnos el aportar un pequeño resumen de jurisprudencia. Se trataría de una especie de «instructa», pero en página aparte y limitada a un breve texto con mención a una serie de sentencias y somera explicación (en un párrafo) de la doctrina por ellas sentada. Yo le he usado en alguna vista oral en la jurisdicción social. Con este documento pretendía que quedará constancia lo más clara posible de la fundamentación jurisprudencial. Aquí un ejemplo (ya antiguo) de ese documento usado por mí.


Hasta aquí mis reflexiones, en las que he intentado plasmar, de manera clara y ordenada, aquello que me parece que podría contribuir a mejorar la introducción de jurisprudencia en las vistas orales. Pero no puedo dejar de mencionar algo que me ocurrió no hace mucho en una vista en un Juzgado de lo Social.

En esa vista, mi argumentación en el alegato final se centró en la correcta manera de interpretar un determinado precepto normativo conforme a los criterios hermenéuticos al uso. Frente a ello, la parte contraria introdujo, ya al final de su informe, la apreciación de que existían tres sentencias de tres diferentes Juzgados de lo Social de nuestra Comunidad Autónoma, que, en casos iguales, habían fallado en contra de pretensiones idénticas a la nuestra. Lo hizo muy breve y rápidamente, citándolas de paso, como el torero que ejecuta un quite o una chicuelina. Pero, eso sí, entregando a la jueza esas sentencias. Y, como era previsible, el texto de una de ellas fue lo que acabó, para mi pesar, reflejado en la resolución por la jueza de nuestro pleito.

A veces, pero sólo a veces, el estilo sublime tiene estas cosas: puede (y debe) ceder ante la llana eficacia.


P. S. I: Cuando acabé de redactar esta humilde entrada mía, no conocía yo todavía esta otra del blog de mi querido y admirado compañero Óscar Fernández de León sobre la conveniencia de citar jurisprudencia en el alegato. Ni que decir tiene que me pliego ante su sabiduría y la profundidad de su conocimiento acerca de las habilidades de los abogados. Tengo mucho que aprender todavía, y él es siempre un faro que nos señala la buena dirección. Síganle.


P. S. II (a modo de estrambote): Aquel insigne abogado que mencionábamos al principio de esta entrada, buen recitador de «jurisprudencia», era un auténtico fenómeno. A su «memoria» (o más bien su capacidad inventiva) se unían su desparpajo y su autoridad a la hora de exponer en las vistas esa su «doctrina jurisprudencial». No es de extrañar, así, que en más de una sentencia los jueces le dieran la razón. Y que, además, lo hicieran usando la siguiente consabida fórmula: «de acuerdo con la jurisprudencia acertadamente alegada por la parte…».

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Introducción al Derecho

Decretos Legislativos / Reales Decretos Legislativos


Es conocido que la Constitución Española de 1978 permite que el Gobierno apruebe normas con rango de Ley previa existencia de una delegación legislativa específica por parte de las Cortes Generales (arts. 82 a 85). Las normas fruto de esa delegación legislativa son los llamados en la Constitución «Decretos Legislativos». Para PÉREZ ROYO, esta denominación resulta muy precisa, puesto que expresa perfectamente el origen de la norma en el poder ejecutivo («Decreto»), y su simultánea fuerza de Ley («Legislativo»).

Pero ocurre que si en cualquier base de datos de legislación al uso introducimos como término de búsqueda el de «Decreto Legislativo», nos va a devolver una mayoría de resultados de normas con la denominación «Real Decreto Legislativo» en su título. ¿Son estos resultados válidos? ¿Se trata de los «Decretos Legislativos» a los que alude la Constitución?

Pues sí, los Decretos Legislativos estatales tienen la forma jurídica, y la denominación, de Reales Decretos Legislativos. Si nos encontramos con una norma con esa denominación en su título, dicha norma es (y sólo puede ser) un Decreto Legislativo estatal.

Los solemos llamar sólo Decretos Legislativos (sin el «Real» delante), porque esa es la exacta denominación oficial que se establece en el artículo 85 de la Constitución: «las disposiciones del Gobierno que contengan legislación delegada recibirán el título de Decretos Legislativos» (por cierto, nótese que ambas palabras, tanto el sustantivo como el adjetivo, van con mayúscula inicial).

Ahora bien, a pesar de esa dicción literal de la Constitución, como estamos en una Monarquía parlamentaria, y resulta necesaria la firma del Rey, en la práctica la forma jurídica que siempre han adoptado oficialmente es la de «Real Decreto Legislativo». Esta contradicción entre la literalidad del artículo 85 de la Constitución y la práctica normativa ha pretendido salvarse con lo que se dispone ahora en los artículos 5.c) y 24.1.a) de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, que ya sí recogen esta exacta denominación de «Real Decreto Legislativo».


Pero ocurrirá también que en las bases de datos nos encontraremos con normas cuyo nombre sí es el de Decreto Legislativo a secas, sin el «Real» delante.

Esto es así debido a que se trata de normas autonómicas, aprobadas a partir de 1979. La mayoría de los Estatutos de Autonomía ya prevén en la actualidad la posibilidad de que los gobiernos autonómicos, al igual que el estatal, aprueben normas con rango de Ley por delegación de sus respectivos Parlamentos. Como estas normas no requieren ser sancionadas por el Rey, tampoco reciben en consecuencia el apelativo de «Reales». Un ejemplo de este tipo de normas, entre muchos: el Decreto Legislativo 1/2018, de 10 de abril, por el que se aprueba el texto refundido de las disposiciones legales de la Comunidad Autónoma de Extremadura en materia de tributos cedidos por el Estado.


Durante el régimen anterior también se aprobaron bastantes normas a través del mecanismo de la delegación legislativa. Esto era algo para lo que entonces habilitaba al Gobierno el artículo 10.4 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado (LRJAE). España era durante aquel periodo un Reino, pero sin Rey ni Regente, por lo que la forma jurídica bajo la que se aprobaban estas normas delegadas era la de «Decreto». sin el apelativo de «Real». Y tampoco llevaban el apellido de «Legislativo», aunque, como ahora ocurre, sí eran normas con valor de Ley. Un buen ejemplo (que, por cierto, se mantuvo vigente durante casi 20 años en el nuevo Ordenamiento Jurídico constitucional) es el Decreto 3096/1973, de 14 de septiembre, por el que se publica el Código Penal, texto refundido conforme a la Ley 44/1971, de 15 de noviembre.


Por último, una curiosidad: existen también Decretos aprobados durante el régimen de la Restauración que eran fruto de previas delegaciones legislativas. No se trataba de normas que estuvieran previstas en la Constitución de 1876, y por ello su uso fue criticado por quienes entendían que no cabía su utilización en aquel régimen constitucional. Pero lo cierto es que se aprobaron algunas normas como tales Decretos (hoy añadiríamos «Legislativos») .

Y el ejemplo más significativo de estos Decretos es nada más y nada menos que nuestro Código Civil: tras la previa delegación legislativa efectuada por la Ley de Bases de 11 de mayo de 1888 (según el procedimiento propuesto por Alonso Martínez), el Código Civil se acabó aprobando por el Gobierno mediante el Decreto de 24 de julio de 1889, firmado por la Reina Regente María Cristina.

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Escritos procesales, Estilo de escritura, Jurisprudencia

El arte de alegar jurisprudencia (I): ¿por qué y para qué aducirla?



Hace muchos años, cuando yo impartía mi añorada asignatura de Prácticum Interno en la Facultad de Derecho, a la hora de explicar cómo redactar demandas y recursos solía centrarme, obligado por la escasez de tiempo, en que los estudiantes aprendieran lo básico. Y lo básico era, a mi entender, saber plasmar los hechos, y la correspondiente fundamentación jurídica extraída del Derecho Positivo, de acuerdo con las formalidades que exigen las leyes procesales.

Pero he aquí que un día, ya al final de las clases de la asignatura, un avispado estudiante (por cierto, ahora con un cargo político importante en el ámbito local) me formuló una pregunta clave: «¿Por qué no incluimos jurisprudencia en el escrito que estamos haciendo?». Responderle no me resultó demasiado difícil en ese momento. Simplemente le expliqué que yo, por motivos pedagógicos, no era partidario de hacerlo en aquellas clases, porque bastante teníamos ya con enseñar/aprender a redactar lo más elemental. Pero, en mi fuero interno, no quedé contento, porque esa era una pregunta que yo me venía haciendo desde que comencé mi ejercicio profesional como abogado, sin que tuviera hasta ese momento una respuesta mínimamente satisfactoria.

Y es que el uso de la jurisprudencia en los escritos procesales representaba ya entonces para mí un arte. Un arte y no una técnica. Algo que no es mecánico, sino que cuesta mucho dominar, si es que se llega a dominar alguna vez, y que requiere sabiduría, combinada con sentido de la proporción. Para mí, dominar este arte conlleva recorrer un largo camino en el que todavía sigo. En esta cuestión de la alegación de jurisprudencia parece que también resuena el viejo adagio: «ars longa, vita brevis».

Para intentar asentar mis ideas y seguir avanzando, es por lo que me he decidido a escribir esta serie de entradas en las que plasmar algunas reflexiones personales sobre este noble arte de la alegación de jurisprudencia. Quiero aclarar que lo que sigue debe entenderse por el lector no como consejos que yo pretenda que se sigan por otros, sino tan solo como ideas que me surgen en mi camino.


Hay que empezar señalando lo obvio: por regla general, citar jurisprudencia no es un requisito que las leyes españolas exijan a los escritos procesales. Por lo tanto (por regla general, insisto), nuestro escrito procesal será formalmente correcto tanto si su contenido incorpora jurisprudencia como si no.

La excepción a esta regla reside, claro está, en el supuesto de algunos escritos de recurso específicos (como los de casación, casación por unificación de doctrina, o casación en interés de ley) cuyo presupuesto procesal es precisamente que se deben fundamentar en la infracción de una concreta jurisprudencia. Estos casos peculiares quedan fuera, obviamente, de estas reflexiones.

¿Por qué entonces alegar y citar jurisprudencia en nuestros escritos?

Creo que la razón principal que aconseja la introducción de jurisprudencia debe ser que esta añada algo a la fundamentación jurídica y a la capacidad de convencer de nuestro escrito. Nunca, por supuesto, la de aumentar su número de páginas.

Nuestro sistema jurídico es el continental, opuesto al sistema anglosajón del «Common Law», lo que excluye, en principio el valor vinculante de los precedentes judiciales. Pero hay que tener en cuenta que el concepto y la función de la jurisprudencia establecidos en el todavía vigente artículo 1.6 de nuestro Código Civil han sido superados en la actualidad. Con todos los matices que se quieran, parece claro que la jurisprudencia ha adquirido un estatus de fuente del Derecho en la práctica. No se limita ya sólo a «complementar» el Ordenamiento Jurídico, sino que va más allá; así lo demuestra, por poner un ejemplo clarísimo, la jurisprudencia surgida del caso COSTA/ENEL sobre la primacía del Derecho de la Unión Europea, una jurisprudencia que ha sido capaz incluso de modificar nuestro sistema de fuentes del Derecho. Y al mismo tiempo, la jurisprudencia tampoco es ahora únicamente la emanada del Tribunal Supremo, sino que comprende la de otros muchos tribunales.

¿Conviene siempre alegar jurisprudencia en las escritos procesales?

Antes de decidir en cada caso si alegamos o no jurisprudencia, es necesario tener en cuenta el tipo de escrito que vamos a realizar. En principio, parece que la jurisprudencia resultará más eficaz en los recursos, y menos en las demandas, las cuales se deberían centrar más en la exposición de los hechos. Los escritos de trámite, salvo algún caso excepcional, no son terreno para insertar en ellos jurisprudencia. En principio, por tanto, habría que reservar la introducción de jurisprudencia a aquellos escritos que nos demanden una más profunda argumentación jurídica.


Para completar esta entrada y las reflexiones sobre los pasos iniciales a dar en este arte, creo que conviene ahora plantearse cuál es la finalidad práctica (el para qué) que puede tener la alegación de la jurisprudencia. Empezando, eso sí, por determinar aquello para lo que, en mi opinión, claramente no conviene usarla.


Para qué no sirve alegar jurisprudencia en nuestros escritos:

  • Para demostrar erudición o conocimientos. Una demanda o un recurso no son tratados jurídicos, ni ensayos, ni artículos doctrinales. Toda pretensión que no sea la de convencer para que nos den la razón, está fuera de sitio. Pero es que, además, intentar presumir de erudición a base de insertar una ristra de sentencias, cuantas más mejor, es pretensión baldía en la actualidad. La conjunción de las bases de datos jurídicas, con Google y el «copia y pega» ha arrumbado toda pretensión de erudición por esta vía.

  • Para «adornar» o rellenar nuestro escrito. Los escritos procesales deben ir siempre desnudos, sólo con lo principal y prescindiendo de cualquier accesorio. El escrito no será necesariamente mejor por llevar más jurisprudencia. Es más, si el lector percibe esa intención de adornar o rellenar pretendidos huecos (y es fácil que el lector lo perciba), hay más posibilidades de que abandone la lectura o acabe hastiado.

Para que sí puede servir alegar jurisprudencia:

  • Para fundamentar jurídicamente nuestro escrito. La jurisprudencia tiene, en la práctica, la categoría de fuente del Derecho. Y es que, en determinados casos, no podremos fundamentar en Derecho nuestra petición si no invocamos la jurisprudencia. Piénsese, por ejemplo, en que solicitamos que una Directiva de la Unión Europea no traspuesta en plazo sea aplicable al caso y tenga el efecto directo pretendido por nuestro cliente; imposible justificarlo en Derecho si no lo fundamentamos en la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europa sobre el efecto directo (casos VAN GEND EN LOOS y MARSHALL).

  • Para mostrar casos similares o idénticos ya resueltos por el propio tribunal. Hay que tener en cuenta que el derecho a la igualdad en la aplicación de la ley obliga al tribunal a seguir sus propios precedentes; o, si no lo hiciera así, a justificar especialmente en su sentencia por qué se aparta de los criterios seguidos anteriormente.

  • Para mostrar casos similares o idénticos resueltos por otros tribunales que podrían dar pie, en su momento, a un recurso (de amparo o de casación por unificación de doctrina o en interés de ley) si no se sigue la misma línea jurisprudencial. De esta manera, le podemos enviar una especie de advertencia al juez, advertencia que es posible que tenga en cuenta a la hora de dictar sentencia.

  • Para reforzar nuestros argumentos. Así podemos demostrar que la interpretación que postulamos de la norma jurídica en cuestión no es descabellada o infundada, porque otros tribunales la han aplicado de la misma manera que nosotros pretendemos.

Serán la depuración de nuestro estilo personal, junto con nuestro mayor dominio y conocimiento de la jurisprudencia, la conciencia de que se trata de un arte y el refinamiento de nuestro propio juicio los que nos vayan llevando por este camino y orientándonos hacia la alegación jurisprudente estilosa.

P. S.: Esta serie ahora iniciada continua con una segunda entrada dedicada a la selección de la jurisprudencia que vamos a alegar, incluyendo las características concretas que debe reunir.

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Estilo de escritura

Ese Real Decreto que rechina


Sabido debe de ser ya, a estas alturas, que el autor de este blog funge como un tiquismiquis lingüístico de marca mayor. Me suelo comportar (según diría, con su estupendo sentido del humor, mi buen amigo Javier Figueiredo) como un seguidor acérrimo de aquel famoso compositor griego, Tikismikis Teodorakis.

Y si hay una ocasión donde esos escrúpulos míos ante cualquier mínima infracción gramatical o estilística llegan al paroxismo, hasta tal punto que me provocan casi una reacción física de desagrado, esa es la que cuento a continuación.

Imaginemos que un magistrado, un fiscal, un ilustre y querido compañero, o un probo funcionario se refieren, oralmente o por escrito, al artículo número tantos de tal Real Decreto. Por ejemplo, invocan el artículo 48 del Real Decreto 1428/2003, de 21 de noviembre, o el artículo 5 del Real Decreto 190/1996, de 9 de febrero. Cuando esto sucede, uno no puede evitar sentir algo así como una punzada en el cerebro, o un pitido en los oídos, acompañados a veces de un crujido de dientes.

Quizás piense el lector que esto que me ocurre es manía obsesiva o síntoma de locura. Y no lo culparía yo así lo pensara. Pero no es cierto: mi aversión (quiero creer) responde a unas bases racionales y tiene su debido fundamento. Intentaré explicarme cabalmente de seguido, si es que esto fuera posible.


Ya se trató en este blog, en la entrada “El nombre (exacto) de las normas”, la cuestión de la denominación de las normas jurídicas (en relación con sus diversas clases) en nuestro Ordenamiento Jurídico. Y a ella conviene remitirse en primer lugar.

Pues bien, como se decía allí, las normas jurídicas de rango inferior al de Ley que aprueba la Administración son los Reglamentos. Y la forma jurídica de la aprobación de los Reglamentos, cuando corresponde hacerlo al Consejo de Ministros, es la de Real Decreto.

Ocurre que los Reglamentos aprobados por Real Decreto pueden tener dos estructuras diferentes.

Así, en la mayoría de los Reglamentos, el Real Decreto aparece estructurado en varios artículos, de tal manera que todo el texto de la norma reglamentaria forma parte de esa estructura articulada del Real Decreto. Por ejemplo, esto pasa en el Real Decreto 920/2017, de 23 de octubre o en el Real Decreto 640/2007, de 18 de mayo, entre otros muchos.

Pero por el contrario, en otros Reglamentos (precisamente en aquellos en los cuales el término “Reglamento” sí aparece en su denominación oficial) lo que hace el Real Decreto es limitarse a aprobar, en uno o dos artículos a lo sumo, el texto del Reglamento que luego se incluye separadamente como continuación o anexo al articulado de ese Real Decreto. Esto suele ocurrir en los Reglamentos que desarrollan con carácter general y extenso una Ley previa. Por ejemplo, el Reglamento general de Circulación, el Reglamento Penitenciario, o el Reglamento Hipotecario. Como se puede apreciar, aquí esos Reales Decretos tienen un único artículo. Y luego se inserta el Reglamento. A estos Reales Decretos se refieren las Directrices de técnica normativa como “Reales Decretos aprobatorios”.

Por ello, aunque todos podamos llegar a saber a qué se refiere, la cita o invocación del artículo 48 del Real Decreto 1428/2003, de 21 de noviembre (por seguir con el ejemplo anterior) no deja de ser incorrecta e inexacta. Porque, como hemos visto, no existe tal artículo en ese Real Decreto, que tiene un único artículo. Ese artículo al que se refieren es en realidad del Reglamento aprobado por ese Real Decreto. Por lo tanto, debería mencionarse siempre así: artículo 48 del Reglamento General de Circulación.

Pero además de que es un error, con esta forma de citar también se provoca una menor claridad. Porque pocos (salvo los iniciados) sabrán a primera vista cuál es el Real Decreto número tantos de tal año; pero, en cambio, todos identifican sin problemas el Reglamento General de Circulación o el Reglamento Penitenciario.


Ya advertí de que este problema aquí descrito es propio de tiquismiquis, de quienes nos ocupamos en cuestiones menores y discutimos por auténticas nimiedades. A pesar de nuestros pesares, no reviste mayor importancia. Pero eso sí, todavía nos duele más cuando, además, la cita viene incorporada a un acto sancionador, como ocurre en la foto de arriba. Parece que al sufrir también nuestro bolsillo, padece más todavía si cabe nuestro corazoncito estilístico.

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Dudas de escritura, Estilo de escritura, Introducción al Derecho

Artículo y punto (por favor)


(Aviso para navegantes de la blogosfera: esta entrada es sobre un asunto tan nimio y minucioso que, si gustas de temas jurídicos verdaderamente relevantes y aprecias tu tiempo en lo que vale, harías bien en directamente omitir su lectura)


A quienes solemos hablar de Derecho ante un público (en mi caso, en el aula y en el foro) nos acechan en ocasiones determinadas complicaciones en la comunicación que, no por pequeñas, no dejan de resultarnos un tanto angustiantes. Este que describo a continuación es, para mí, uno de esos pequeños problemas recurrentes.

Imaginemos que estamos ante un numeroso grupo de estudiantes, todos ellos con sus códigos legales a mano. Y nos interesa que localicen de inmediato en un texto legal un precepto concreto, para que procedan allí mismo a la lectura de un fragmento de ese precepto, con la finalidad de que comprendan mejor la regulación de una institución jurídica.

Paremos mientes en el siguiente ejemplo: queremos que los estudiantes presentes en el aula se centren en un derecho concreto regulado en el artículo 24 de la Constitución Española (por cierto, seguramente el precepto más citado, de largo, de todo nuestro Ordenamiento Jurídico).

¿Cómo le indicamos aquí a nuestra audiencia dónde está garantizado exactamente el derecho a la presunción de inocencia, para que puedan ir rápidamente a ese fragmento concreto?


Tenemos que utilizar una referencia correcta. Entiendo como correcta aquella que es perfectamente entendible, resulta precisa y no puede provocar equívoco alguno.

Basándome en parte en el sentido común, en parte en lo establecido (para España) en las Directrices de técnica normativa y, por qué no decirlo, también en ciertas costumbres (o quizá manías) adquiridas en los años de docencia, según mi particular opinión creo que se pueden distinguir algunas maneras de hacerlo correctamente, frente a otras que serían incorrectas.


Referencias incorrectas

A mi personal modo de ver, algunas de las maneras de hacerlo que podrían resultar incorrectas (principalmente porque pueden producir equívocos o están huérfanas de la necesaria precisión), serían las siguientes:

  • Mencionar únicamente el número del artículo, sin precisar apartado: «artículo 24» de la Constitución Española. Obviamente, esto dificulta bastante la rapidez en la consulta, puesto que nos obliga a leer buena parte del artículo hasta que damos con lo que nos interesa.

  • Referirse al «segundo párrafo del artículo 24». Ciertamente, las Directrices de técnica normativa, en su apartado 31 acerca de la división de los artículos, permiten que existan varios párrafos sin numerar en un artículo. Pero al mismo tiempo prescriben que los apartados de los artículos se numeren «con cardinales arábigos, en cifra», y establecen que «los distintos párrafos de un apartado no se considerarán subdivisiones de este, por lo que no irán numerados». Por ese motivo, en el ejemplo que estamos manejando aquí esta manera de hacer la cita podría hacer dudar a nuestra audiencia, y llevarles, equivocadamente, al segundo párrafo del 24.2, donde no se encuentra la presunción de inocencia, sino el secreto profesional.

  • Utilizar un número ordinal, en lugar de un número cardinal: «el artículo 24.2º» o «el apartado segundo del artículo 24». Nuevamente volvemos al apartado 31 de las Directrices de técnica normativa. Según se estipula allí, en nuestras normas jurídicas, si es necesario establecer subdivisiones de las divisiones en apartados, esas subdivisiones se insertan con letras minúsculas ordenadas alfabéticamente: a), b), c)… Y sólo si todavía es preciso introducir una nueva subdivisión en la anterior es cuando se utilizarían ya los ordinales arábigos: 1.º, 2.º, 3.º… Por lo tanto, únicamente en este último caso (que no es el del nuestro artículo 24 del ejemplo) hay números ordinales en los artículos.

  • Citarlo como «el parágrafo 2». El parágrafo (cuyo signo es §) es una forma de designar una sección o artículo que se utiliza en Alemania (y creo que también en otros Estados, como algunos de los Estados Unidos), pero que no es propia de las normas jurídicas españolas, las cuales tradicionalmente identifican sus artículos con números cardinales arábigos, como hemos visto.


Posibles referencias correctas

Vuelvo a insistir en que se trata sólo de mi opinión personal, basada, fundamentalmente, en mi experiencia.

Yo, en el ejemplo que estamos viendo, citaría el precepto constitucional donde se garantiza el derecho fundamental a la presunción de inocencia como el «artículo 24.2» o «el punto 2 del artículo 24». Así es como lo suelo hacer. Conforme a las Directrices de técnica normativa, quizás resultaría más correcto citarlo como «el apartado 2 del artículo 24», pero uno, que tiene sus querencias y sus costumbres consolidadas, habitualmente prefiere decir punto.

Y para total precisión, me referiría a «el final del primer párrafo del artículo 24.2». O, con un útil latinismo incluido, «el primer párrafo, ‘in fine’, del artículo 24.2 ».


Hasta aquí esta breve entrada sobre una cuestión que, probablemente, os parecerá muy menor y demasiado detallista. Pero, ¡qué se le va hacer! Es lo propio de esta pequeña tribu tan especial, los puntillosos del estilo.

P.S.: Creo que las anteriores consideraciones sobre cómo hacer verbalmente la cita o referencia concreta de las partes de los preceptos normativos también pueden ser aplicables, mutatis mutandis, a su cita en los escritos jurídicos.

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Introducción al Derecho, Léxico jurídico

Decreto-ley / Decreto Legislativo


Esta entrada va especialmente dirigida a estudiantes de primer curso de Derecho, a los que se les puede atragantar algo la diferencia existente entre estos dos tipos de normas con rango de ley emanadas del Gobierno que tienen una denominación tan similar. Y, por qué no, también pienso que resultará útil a mis amigos que estudian traducción jurídica.


Los dos términos tienen larga tradición en nuestra historia jurídica, si bien, y en esto también coinciden, fueron objeto de regulación constitucional bastante tiempo después de haber sido empezados a utilizar. Hubo Decretos-leyes en el siglo XIX, y se generalizaron en la dictadura de Primo de Rivera, pero no fueron constitucionalizados hasta la Constitución de 1931. En esa Constitución se regularon también por primera vez los Decretos Legislativos. Aunque lo cierto es que algunas de las normas más importantes del siglo XIX ya habían adoptado esta tipología: la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881, la Ley de Enjuiciamiento Criminal aún vigente (Real Decreto de 14 de septiembre de 1882); o, ni más ni menos, el Código Civil de 1889, que también sigue todavía en vigor (aprobado por Decreto Legislativo de 24 de julio de 1889 previa delegación por Ley de Bases de 11 de mayo de 1888, según el procedimiento propuesto por Alonso Martínez).


Ambas normas gubernamentales con rango de ley son una excepción al principio de división de poderes, principio según el cual es al poder legislativo al que le corresponde la aprobación de las leyes, no al ejecutivo.

Y precisamente, una de las diferencias principales entre los Decretos-leyes y los Decretos Legislativos se encuentra en el diverso fundamento constitucional que tiene esta excepción a la separación de poderes en unos y otros:

– En el caso de los Decretos-leyes, dicho fundamento estriba en la existencia de una situación de «extraordinaria y urgente necesidad» (art. 86.1), debido a cuya concurrencia la Constitución permite la actuación legislativa inmediata del poder ejecutivo. La aprobación de esta norma se sujeta únicamente a los límites materiales previstos en la Constitución, y al requisito formal de su posterior convalidación por el Congreso de los Diputados. En consonancia con la concurrencia de esa extraordinaria y urgente necesidad, la intervención del poder legislativo es a posteriori de la aprobación y entrada en vigor de la norma gubernamental.

– En el caso de los Decretos Legislativos, por contra, el fundamento está en que el poder legislativo delega previamente dicha facultad para un asunto concreto, con sujeción tanto a los límites previstos tanto en la Constitución (temporales, formales y materiales) como en la propia ley de delegación (arts. 82-85). Aquí la intervención del poder legislativo, al contrario que en los Decretos-leyes, debe producirse siempre previamente a la aprobación de la norma por el Gobierno.

Estos dos tipos de normas gubernamentales con rango de ley, con la misma configuración y denominación, también pueden ser dictadas por las Comunidades Autónomas en las que así lo prevean sus respectivos Estatutos de Autonomía.


Una vez vista la diferenciación entre ambos tipos de normas de nombre tan semejante, me gustaría hacer tres últimos apuntes un tanto al margen de lo anterior.

1. Pese a que la Constitución se refiere a ellos como Decretos-leyes y Decretos Legislativos, cuando estas normas son estatales, en su denominación oficial a la hora de publicarse en el BOE se les antepone el calificativo de «Real» (véase la imagen que sirve de portada a esta entrada). No ocurre así en el caso de que tales normas sean autonómicas. Para esta cuestión me remito a la entrada sobre «El nombre (exacto) de las normas«.

2. Una pequeña pincelada sobre su ortografía. En esta entrada he seguido el uso de las mayúsculas en la denominación de estas dos normas que viene recogido en los preceptos de la Constitución donde se regulan (arts. 82-86). Pero, en el caso del Decreto-ley, no acabo de ver claro que sea correcto poner el primer sustantivo en mayúsculas y el segundo en minúsculas; y es que la Ortografía de la RAE prescribe que en las palabras unidas con un guion, de ser necesario el uso de mayúsculas, esto afecta tanto al primer elemento como al segundo. Más sobre este tema, en general, en la entrada «La titulación de las normas (I): ortografía«.

3. Y finalmente, un truco mnemotécnico que nos puede servir para que se nos quede bien fijado en la mente cuál es cada norma: el Decreto-ley es «ley» ya, desde el mismo momento de su publicación; el Decreto Legislativo es el fruto de una previa delegación «legislativa«.

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Estilo de escritura, General, Introducción al Derecho

La titulación de las normas (I): ortografía


Si el lector de estas líneas se desenvuelve en el ámbito del Derecho, posiblemente se habrá encontrado, en algunas ocasiones, con pequeñas dudas sobre la manera correcta y exacta de escribir el nombre de una norma jurídica. Para seguir intentando despejar esas dudas, en esta entrada continuamos con el análisis de cómo se lleva a cabo, en España, la denominación oficial de las normas jurídicas.

Recordemos que ese nombre oficial se plasma, desde 1959, así:

tipo de norma + numeración + fecha + título de la norma

O sea, en un ejemplo reciente:

Ley 8/2017, de 8 de noviembre, sobre precursores de explosivos

Ya vimos en entradas anteriores la manera de designar el tipo de norma y la configuración de su numeración y fecha. Toca ahora, por tanto, ver el postrero de esos componentes: el título. Comenzaremos, en esta primera entrada dedicada al título, por tratar la cuestión de su ortografía.

Pero antes de entrar en el meollo del asunto, recordemos algunas reglas de ortografía referentes a los anteriores componentes. Así: el tipo de norma se escribe con mayúsculas iniciales (en todas sus palabras); la numeración, la fecha y el título se separan mediante comas; y en la fecha se expresa el número del día en cifra y con letra (siempre con minúscula inicial) el nombre del mes.

Pasamos ahora a los dos problemas que puede plantear la ortografía del título de la norma, que son la puntuación y, sobre todo, el uso de las mayúsculas.


Puntuación

No he encontrado ninguna norma específica referida a la puntuación de los títulos de las normas jurídicas en la actual Ortografía de la Real Academia Española (RAE), por lo que entiendo que se deben seguir las normas generales sobre el uso de los signos de puntuación. Dado que el título pretende ser una expresión sintética que, en una frase, indique el contenido de la norma, si se usan signos de puntuación estos serán, generalmente, sólo comas.

Un ejemplo de norma en cuyo título se emplean comas, en este caso para enunciar los miembros de una coordinación copulativa, es este: la Ley 16/2015, de 7 de julio, por la que se regula el estatuto del miembro nacional de España en Eurojust, los conflictos de jurisdicción, las redes judiciales de cooperación internacional y el personal dependiente del Ministerio de Justicia en el Exterior.


Uso de mayúsculas

En esta cuestión conviven dos preceptivas diferentes. Por un lado, la ya mencionada Ortografía de la RAE. Y por otro lado, las Directrices de técnica normativa (aprobadas por Acuerdo del Consejo de Ministros, de 22 de julio de 2005); estas Directrices son una herramienta con la que se pretende «elaborar las disposiciones con una sistemática homogénea y ayudar a utilizar un lenguaje correcto».

Ocurre que, como se mostrará a continuación, parece haber una cierta discordancia entre lo que preceptúan las normas de la ortografía y lo que señalan los usos establecidos de técnica normativa.


A) Según la Ortografía académica

Ya se vio en otra entrada de este blog que la Ortografía oficial es reacia a la extensión del uso de las mayúsculas. Aun así, la actual Ortografía de la RAE contiene dos reglas específicas sobre el uso de las mayúsculas en la titulación oficial de las leyes en español. Me llama la atención que, quién sabe si imbuidos de la doctrina jurídica alemana, nuestros académicos incrustan en estas reglas lo que a todos luces podríamos considerar dos conceptos jurídicos indeterminados. Las reglas académicas son las siguientes:

1.- Se escriben con mayúscula inicial «todas las palabras significativas del título» de los textos legales.

El problema estriba en saber cuáles son, en cada caso concreto, esas «palabras significativas».

Podría pensarse que lo son todos los sustantivos presentes en el título, y tan sólo los sustantivos, excluyéndose al resto de categorías gramaticales (artículos, pronombres, verbos, conjunciones, etc.). Pero el caso, es que en ocasiones también aparecen en mayúsculas los adjetivos. Precisamente, el ejemplo mencionado en este punto en la Ortografía de la RAE es la Ley 40/1998, de 9 de diciembre, del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas y otras Normas Tributarias, la cual, como se aprecia, lleva en mayúsculas todos sus sustantivos y adjetivos.

También cabría entender que son «palabras significativas» del título aquellas (ya sean sustantivos o adjetivos) que permiten una más rápida identificación y comprensión del contenido, las palabras denotativas del núcleo de lo que se regula.

2.- No obstante lo anterior, «cuando el título de una ley es muy largo, la mayúscula se aplica sólo al primer elemento, y se delimita la extensión mediante la cursiva o las comillas».

Nuevamente, se introduce una noción no del todo precisa: la extensión «muy larga» del título. Para orientarnos mejor, el ejemplo que ofrece la Ortografía de la RAE de esto es la Ley 17/2005, de 19 de julio, por la que se regula el permiso y la licencia de conducción por puntos y se modifica el texto articulado de la ley sobre tráfico, circulación de vehículos a motor y seguridad vial.


B) Según las Directrices de técnica normativa

Las Directrices de técnica normativa  tratan la cuestión del uso de las mayúsculas en los títulos de las normas en su Anexo V.

Al igual que la Ortografía de la RAE, las Directrices también parten del principio general de que el uso de las mayúsculas debe restringirse lo máximo posible, por lo que proponen «que los títulos de las distintas disposiciones se escriban en minúscula». Pero aun así, admiten tres excepciones en las que se pueden usar las mayúsculas, si se dan estas circunstancias:

1.ª Que el título sea de extensión breve. Se pone como ejemplo la Ley 17/2001, de 7 de diciembre, de Marcas.

2.ª Que la norma realice una «regulación completa de la materia», como ocurre, por ejemplo, con la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad.

3.ª Que la norma regule órganos constitucionales y «grandes referentes legislativos del ordenamiento». Ejemplos de ello serían, según las propias Directrices, la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial y la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de julio, de Régimen Electoral General.

Como se ve, las dos últimas excepciones al uso de las minúsculas tienen un neto cariz jurídico, de teoría general de las fuentes, que contrasta con los enunciados de las normas de la Ortografía de la RAE.


El lector atento de esta entrada habrá percibido ya que los títulos de las Leyes publicadas no siguen siempre las leyes de la Ortografía oficial. Fíjese, si no en la primera de las normas citadas aquí, la Ley 8/2017, de 8 de noviembre, sobre precursores de explosivos. De extensión en modo alguno larga y con «palabras significativas», pero en minúsculas.

Sí, persiste una cierta incertidumbre.

P.S. Curiosamente, como se puede ver en la foto de portada, parece que esto no supone problema alguno en la República Federal de Alemania. En el país que fue la cuna de la doctrina de los actos jurídicos indeterminados, la cuestión estaría resuelta taxativamente en el propio idioma alemán: la regla ortográfica general es que todos los sustantivos van en mayúsculas. Unido al extendido uso de las palabras compuestas en la lengua germana, asunto arreglado.

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Estilo de escritura, General, Léxico jurídico

Recurso / Reclamación


A menudo confundidos o asimilados en el lenguaje usual, recurso y reclamación son términos que tienen un significado preciso, y diferenciado, en el lenguaje jurídico. En esta entrada intentaremos desentrañar cuáles son las diferencias entre uno y otro, e indicar cómo se usan tales términos correctamente. El análisis se centrará en el ámbito, fundamentalmente, del Derecho Administrativo.

Desde una perspectiva global, recurso y reclamación son dos formas diferentes que reviste la impugnación de los actos jurídicos de la Administración Pública. Se trata, en ambos casos, de medios de impugnación, a través de los cuales se pretende obtener, con fundamento en Derecho, la revocación de una decisión tomada previamente. Pero al lado de la impugnación tenemos la queja, con la cual no se pretende revocar una decisión, sino expresar un malestar ante una actuación que, incluso aunque hubiera podido ser legal, ha producido molestias en el interesado (algo similar a eso que en lenguaje vulgar se da en llamar el «derecho al pataleo»). Las quejas quedan fuera de esta entrada.


¿Qué es un recurso (administrativo)?

Siempre me ha parecido insuperable la definición de recurso administrativo que hace García de Enterría en su Curso de Derecho Administrativo: el acto del administrado mediante el que éste pide a la propia Administración la revocación o reforma de un acto administrativo, en virtud de un título jurídico específico.

Pero hay que tener cuidado con la terminología, porque no existe el término jurídico «recurso» a secas, ni tampoco un recurso que se denomine simplemente «recurso administrativo». El vocablo recurso va siempre acompañado de un «apellido» que indica el tipo de recurso administrativo del que se trata. Así, muy brevemente, tenemos: recurso de alzada, ante el superior jerárquico de quien dictó el acto recurrido; recurso potestativo de reposición, ante el mismo órgano; recurso extraordinario de revisión, contra actos administrativos firmes y sólo en muy concretos supuestos; recurso especial en materia de contratación, contra determinados actos dictados en el procedimiento de adjudicación de contratos del Sector Público.

Aunque no son recursos administrativos, también se les denomina recursos, y responden a la misma esencia impugnatoria (pero en este caso de resoluciones judiciales), a los recursos que se pueden plantear en el seno de los procedimientos judiciales: recursos de apelación, suplicación, súplica, casación, reforma… Incluso hay alguno con nombre coincidente con el de recursos administrativos: recurso de reposición y recurso extraordinario de revisión.

Es muy peculiar el caso del recurso contencioso-administrativo. Porque, a pesar de su denominación, dicho término no designa ni a un recurso administrativo ni a un recurso contra una decisión de los Juzgados y Tribunales, sino que se nombra así al ejercicio de una acción judicial. Su particular denominación responde a que, a diferencia de otras formas de iniciar procedimientos judiciales (como la demanda civil o la querella), aquí se parte de una decisión previa de la Administración; hay un acto administrativo que pone fin a la vía administrativa, el cual se impugna mediante la interposición del recurso, pero ya ante los Jueces y Tribunales de la jurisdicción contencioso-administrativa.


¿Y qué es una reclamación?

Ya dije al principio que la reclamación es otro medio de impugnación. Por lo tanto, comparte la misma naturaleza sustancial del recurso: la solicitud a la Administración de la revocación de una actuación, invocando razones jurídicas.

¿Dónde están entonces sus diferencias con los recursos? Pues, más allá de la denominación, no resultan a veces fáciles de detectar. Y es que normalmente tales diferencias se encuentran en pequeños matices que, además, varían según la clase de reclamación de que se trate. Vamos ahora a ver cuáles son.

Reclamación

Aquí sí existe la «reclamación» a secas, sin apellido. Estas reclamaciones se prevén en ciertas normas reguladoras de determinados procedimientos administrativos, especialmente procedimientos selectivos de personal. La reclamación se presenta contra actos administrativos de trámite o resoluciones provisionales, a fin de depurar eventuales errores o defectos antes de terminar el procedimiento administrativo; una vez resuelta la reclamación, cabrá interponer los recursos administrativos procedentes. Ejemplos de esto son las reclamaciones contra las listas provisionales de admitidos en una oposición. O la reclamación que formulan los estudiantes universitarios contra la calificación de un asignatura, como paso previo para poder presentar posteriormente recurso de alzada o de reposición si dicha calificación es confirmada.

Reclamación económico-administrativa

Las diferencias con los recursos administrativos estriban, básicamente, en su materia y en el procedimiento a seguir.

Las reclamaciones económico-administrativas están previstas como medios de impugnación específicos de los actos administrativos de naturaleza tributaria y de los actos de recaudación de todo tipo de ingresos públicos. En estas materias se excluyen los recursos administrativos antes descritos.

Además tienen un procedimiento propio previsto en la Ley General Tributaria y en el Reglamento General de desarrollo de la Ley General Tributaria en materia de revisión en vía administrativa (aprobado por R.D. 520/2005, de 13 de mayo). Una característica de este procedimiento es que cabe interponer, antes de la reclamación, un recurso de reposición de los previstos en materia tributaria. Otra característica esencial es que resulta obligatorio presentar la reclamación económico-administrativa, y agotar dicha vía, antes de poder iniciar la vía judicial contencioso-administrativa.

Reclamación previa a la vía judicial social

Aunque ya han desaparecido las reclamaciones previas a la vía judicial con carácter general, aún persisten tales reclamaciones en materia de prestaciones de Seguridad Social (art. 71 de la Ley de la Jurisdicción Social).

La principal diferencia de las reclamaciones previas con los recursos administrativos está en que los actos objeto de estas reclamaciones previas son actos de la Administración, pero no son actos administrativos, sino que están sujetos al Derecho Laboral; y, en consonancia con ello, la acción judicial posterior a la resolución de la reclamación previa debe dirigirse a la jurisdicción social.

«Reclamación» de responsabilidad patrimonial de la Administración

En la Ley de 20 de julio de 1957 sobre régimen jurídico de la Administración del Estado se establecía que los particulares que pretendieran el reconocimiento de la responsabilidad patrimonial de la Administración debían presentar una «reclamación de indemnización». Puesto que, en puridad, no se trata una impugnación de la actuación administrativa, en la actualidad (y desde la Ley 30/1992), esto se considera por la Ley, acertadamente, como la «solicitud de iniciación» del procedimiento de responsabilidad patrimonial (artículo 67 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas). No obstante, bien sea por la inercia de la legislación anterior, o bien porque la ley actual también habla del «derecho a reclamar» de los particulares, todavía nos podemos encontrar con que se use el término «reclamación de responsabilidad patrimonial».


Espero, paciente lector, que si ha llegado hasta aquí, sepa bien ya si debe recurrir o reclamar. Pero si aún persistiera la duda, impugne. Eso sí, siempre con estilo.

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