General

Un mapa de Estilo jurídico


Si algo pudiera tener de especial este blog no es el que trate cuestiones problemáticas de la actualidad jurídica. Ni el que sus entradas aparezcan con estricta regularidad. No.

Desde su arranque en el verano de 2014, con la intención de publicar una entrada cada quince días, en pocas ocasiones se han cumplido con regularidad las entregas, sino que se han demorado en el tiempo mucho más de lo deseable. Pero esto, que se suele señalar como el mayor pecado en el que pueden caer los blogueros, puede que no sea tan determinante aquí (o al menos con ese pensamiento me consuelo).

Porque las cuestiones tratadas se pueden calificar como «de fondo»: intemporales, en general no versan sobre la coyuntura jurídica, ni dependen de cambios legislativos o jurisprudenciales.

Como un cuaderno de bitácora tiene la finalidad de reflejar la derrota seguida en la navegación, no debería ser complicado descubrir en un blog un hilo conductor, unos hitos en su navegación. En el caso de este blog: el profundizar en algunas cuestiones que me preocupan o me interesan, en el ámbito de la escritura de textos jurídicos.

Pero, dado el tiempo transcurrido, resulta quizás aconsejable (también para mi propia orientación, incluso) manejar un índice, mapa o brújula para navegar esta bitácora. A continuación, despliego este plano señalando las principales categorías en las que se agrupan las entradas y dentro de cada una los posts que tienen un especial significado para mí (no necesariamente los que considero mejores o más útiles).


Introducción al Derecho

Esta categoría agrupa las entradas sobre cuestiones básicas de Derecho (y de la comprensión inicial del tecnolecto jurídico) por las cuales quizá se suele pasar un tanto de puntillas en la enseñanza oficial. Tienen en común su vocación pedagógica, su relación con la expresión certera, y el que pueden resultar provechosas a quienes no tienen conocimientos jurídicos previos (pero especialmente a estudiantes universitarios de la asignatura homónima).

«El nombre (exacto) de las normas» ilustra la no siempre clara relación de la denominación oficial literal de las normas con su tipología normativa. Muy útil, creo, para orientarse con propiedad entre las clases de normas jurídicas de nuestro Ordenamiento.

Creo que es recomendable completar la entrada antes citada con la serie de dos entradas sobre la titulación de las normas, en las que se analizan con bastante detalle las cuestiones (ortográficas y de estilo) que se plantean a la hora de establecer la denominación oficial de las normas. Y también con la entrada «La numeración y fecha de las normas», que aporta alguna curiosidad interesante.

Otras entradas reseñables en esta categoría, que pueden servir para ponernos al día a quienes estudiamos Derecho hace mucho tiempo, me parece que son «10 enunciados sobre las fuentes del Derecho que (quizás) ya no valen (o quizás sí)» y «Ley de Bases ≠ Ley básica».


Léxico jurídico

La terminología jurídica centra otra de las categorías principales del blog. Con la pretensión de aclarar vocablos que pueden resultar oscuros, averiguar cuál es su recta utilización y romper una lanza a favor de escribir cada vez más claro.

Hay un buen número de entradas en esta categoría, como ocurre con «Solicitud no es petición», «Recurso / Reclamación» y otras tantas, destinadas a deslindar dos términos que pudieran parecer como sinónimos, pero que en el vocabulario jurídico presentan matices importantes que todo aspirante a escribir bien en Derecho (o simplemente a entender el Derecho) debe conocer.

No obstante, como se aprecia en las entradas dedicadas al otrosí, el que uno propugne la claridad en el lenguaje jurídico no resulta obstáculo para revindicar aquellos términos propios del Derecho cuyo uso sí que sigue teniendo un evidente (al menos para mí) sentido práctico.


Estilo de escritura procesal

Esta es la categoría dedicada propiamente a las cuestiones de estilo, aquellas que se nos suelen plantear cuando redactamos escritos procesales. En este blog, humildemente, se pretende dar respuesta, desde mi experiencia, a varias de ellas.

Algunas de las entradas que me parecen especialmente conseguidas y aprovechables son la serie de cuatro sobre el arte de alegar jurisprudencia, una problemática en la que, creo, nos falta formación a los abogados. O esta otra serie que versa sobre algunas dudas tontas (fundamentalmente ortográficas).

También, como partidario del lenguaje desprovisto de artificio, emprendo en varias entradas mi particular cruzada contra los «formulismos abogadiles». Y, consecuentemente, en la opción entre suplico y solicito lo tengo claro.


Algunos destinatarios específicos

Para indicar qué concretos grupos de lectores pueden sacar más provecho de ciertas entradas, el blog tiene diversas etiquetas aplicables:


Alguna vez he dicho, basándome en mi experiencia con esta bitácora digital, que un blog, antes que nave que tenga marcado un rumbo fijo, se asemeja más a una botella con mensaje que uno lanza al proceloso océano y acaba arribando a quién sabe qué costas y qué lectores. Así ha resultado ser este. Venturosamente.

En fin, invito a los lectores a descubrir (o seguir leyendo) este blog y a recomendarlo. Y también les exhorto a indicarme nuevos temas que tratar por aquí.

P. S.: No quiero dejar de dirigir un especial saludo a mis amigos traductores. Nunca había pensado en ellos como destinatarios de lo que yo quería escribir, pero he aquí que, para mi sorpresa y sin yo pretenderlo, parece que estas letras les son especialmente útiles. Me congratulo de ello.

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Escritos procesales, Estilo de escritura

Apología de la brevedad en los escritos procesales


Seré breve, señorías.

Porque un escrito procesal debería ser breve. Nada de circunloquios. Llamar al pan, pan, y al vino, vino. Seguir un orden visible y coherente. Desprenderse de todo adorno. Plasmar sólo lo necesario para ser bien entendido.

Me identifico. Soy un creyente en la discreta fuerza de la escritura elegante. Habito en el foro (y en la blogosfera).

Es un hecho que nuestros escritos asemejan mamotretos. Y otro, que la concisión es posible. Me remito a las pruebas que atesoro.

Las razones que me asisten para impetrar brevedad son simples, aunque trascendentes: la dignidad de la persona, que nos impele a comunicarnos lo mejor posible; más la inconsciente aspiración humana a la perfección («ars longa, vita brevis»). Tengan a bien acogerlas.

PIDO: Lo justo.

OTROSÍ: Nada más.

En el mundo, hoy.

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Estilo de escritura, General, Introducción al Derecho

La titulación de las normas (y II): estilo


Alumbrar la denominación que ha de tener el título de una norma, y acertar a hacerlo con elegancia y precisión, es todo un arte. Ahí tenemos, cual faros, algunas de las leyes más conocidas de nuestro pasado. Con sus títulos, ya clásicos, bien sonoros y breves, pero plenamente expresivos, a simple vista, de su contenido: Código Civil, Código Penal, Código de Comercio. O, ya con títulos un poco más largos, Estatuto de los Trabajadores, Ley de Procedimiento Administrativo, Ley de Contratos del Estado.

En esta entrada veremos el estilo a seguir en la elección del título o denominación de las normas jurídicas. Se trata de la última entrada de una serie en la que hemos ido tratando todos los aspectos presentes en la denominación oficial de las normas: la manera de designar el tipo de norma, la configuración de su numeración y fecha y la ortografía a seguir en su titulación. Una buena parte de las ideas que se vierten aquí me las ha sugerido la lectura del artículo «Título de las leyes y homogeneidad» de José Luis Martín Moreno.


La titulación, según las Directrices de técnica normativa

Empezamos por analizar cómo se enfoca este tema en las vigentes Directrices de técnica normativa, esa especie de manual de estilo para todos los legisladores. Las Directrices tratan la cuestión de la elección de los títulos de las normas en su apartado I.b.7), bajo el epígrafe de «nominación».

El objetivo que debe perseguir la denominación de la ley es doble. En primer lugar, el título de la norma debe «permitir identificarla», es decir, que se pueda diferenciar nítidamente de cualquier otra ya existente, sin dar lugar a equívocos. Y en segundo lugar, tiene que «describir su contenido esencial», de tal manera que la simple lectura del título nos permita hacernos una idea lo más precisa posible de su contenido específico; se busca aquí tanto la expresividad del título como la singularización de la materia.

Para conseguir ese doble objetivo, las Directrices recomiendan que la redacción del nombre sea «clara y concisa». Mientras más corto, y al mismo tiempo completo y exacto, mejor. Hay que despojar al título de adjetivaciones superfluas.

Además, las Directrices vetan la inclusión en el título de «descripciones propias de la parte dispositiva». Es decir, se trata de dejar para el texto de la norma lo que es propio de esa parte, y no del título.

Aunque es lo cierto que a veces se sigue encontrando uno con títulos de leyes muy cortos y verdaderamente descriptivos, al estilo clásico de antaño (Ley Concursal, Ley del Cine, Ley de Caza), esto ha dejado ya de ser ya lo habitual, como se verá a continuación.


Algunos problemas de estilo que plantea la titulación de las normas en la actualidad 

Con los mimbres antes descritos, titular leyes hoy es labor ardua. Creo que las dificultades actuales provienen, esencialmente, de la conflictiva confluencia de dos vectores enfrentados: la necesidad de alcanzar la mayor seguridad jurídica posible, frente a la búsqueda, al mismo tiempo, de la claridad y la concisión. A continuación se exponen, muy sucintamente, cuáles son algunos de los problemas concretos planteados.


Las normas que modifican otras anteriores

Esta dificultad viene dada por algo que está prescrito en las propias Directrices de técnica normativa. Y es que. según dichas Directrices, en caso de tratarse de una disposición modificativa, el nombre «deberá indicarlo explícitamente, citando el título completo de la disposición modificada». Así, las únicas leyes con una denominación original serán las primeras dictadas en una materia, o las que las sustituyen por completo. Todas las que se limitan a modificar parcialmente las anteriores suelen limitar su denominación a «Ley por la que se modifica la Ley…».

He aquí un buen ejemplo de esto, en el que se pueden apreciar los problemas que se originan: la Ley Orgánica por la que se modifica la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial. O mejor dicho, las Leyes Orgánicas que modifican, porque ha habido más de diez normas con este mismo título desde 1985. Es verdad que con estas denominaciones se identifica claramente la ley objeto de modificación. Pero se presta a confusión la identificación de la ley modificadora. Y, sobre todo, dicho título nada nos indica sobre el otro objetivo que tiene la denominación de las leyes: la descripción de su contenido material. Esta carencia se ha paliado por el legislador, en ocasiones, indicando adicionalmente en el título cuál era el principal objetivo de la reforma; así: Ley Orgánica de reforma de la Ley Orgánica 6/1985, del Poder Judicial, sobre medidas urgentes en aplicación del Pacto de Estado en materia de violencia de género, o Ley Orgánica de reforma del Consejo General del poder Judicial, por la que se modifica la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio del Poder Judicial.


Las leyes de contenido heterogéneo

Una de las peculiaridades de la técnica legislativa de un tiempo a esta parte es la existencia de textos normativos que, bien por el apresuramiento del legislador (cuando no, directamente, por su mala fe), bien por imperativo de la transposición de normas comunitarias, tienen un contenido notablemente heterogéneo, imposible de reducir a una unidad. Muchos recordamos el caso de la llamada «Ley ómnibus», aprobada para transponer (parcialmente) la Directiva Bolkestein, que supuso la modificación de más de 100 normas estatales y autonómicas.

Ante esta realidad, ¿cómo buscar en tales ocasiones la necesaria congruencia entre el título y el contenido de la disposición? Puede haber diferentes estrategias.

Una es indicar, de manera separada por comas, cada una de las diferentes materias de la ley. Siempre que esto sea posible sin hacer interminable o inentiligible el título, claro. Un ejemplo: la Ley por la que se regula el estatuto del miembro nacional de España en Eurojust, los conflictos de jurisdicción, las redes judiciales de cooperación internacional y el personal dependiente del Ministerio de Justicia en el Exterior.

Otra estrategia diferente es usar un título tan vago que en él pueda caber de todo, al estilo de un cajón de sastre. Como ejemplo acabado de esto, un clásico que se repite todos los años: la Ley de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social (la Ley de acompañamiento de los Presupuestos Generales del Estado).

Y también está el remedio de acudir a nombrar aquello por lo cual se hace obligado dictar la norma heterogénea. Como en el caso de la ya citada «Ley ómnibus», que se tituló Ley de modificación de diversas leyes para su adaptación a la Ley sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio.


Las normas de transposición del Derecho de la Unión Europea

Las Directivas de la Unión Europea requieren (salvo contadas excepciones) su incorporación a nuestro Derecho interno mediante la aprobación de la correspondiente norma jurídica de transposición. En todas las Directivas se incluye expresamente la obligación del Estado miembro de hacer referencia, en la norma de transposición, a la Directiva que es objeto de incorporación. No obstante, la forma en que se plasma dicha referencia es algo que corresponde establecer a cada Estado miembro.

En el caso de España, las Directrices de técnica normativa prevén que la mención a la Directiva transpuesta se haga en una de las Disposiciones Finales de la norma con la siguiente fórmula:  «Mediante esta ley se incorpora al derecho español la Directiva….».

Pese a ello, en bastantes ocasiones el legislador lleva la referencia a la Directiva transpuesta al propio título de la norma, lo que lo hace más farragoso. Un ejemplo reciente es la Ley de Contratos del Sector Público, por la que se transponen al ordenamiento jurídico español las Directivas del Parlamento Europeo y del Consejo 2014/23/UE y 2014/24/UE, de 26 de febrero de 2014. Como es lógico, las gentes del Derecho, en la práctica diaria, han prescindido de la parte del título que se refiere a las Directivas.


Hasta aquí el atento lector habrá podido comprobar que titular normas es un arte, sí. Y, como en casi todo arte, nuestra mejor referencia debiera ser lo clásico.

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Estilo de escritura, General, Léxico jurídico

Recurso / Reclamación


A menudo confundidos o asimilados en el lenguaje usual, recurso y reclamación son términos que tienen un significado preciso, y diferenciado, en el lenguaje jurídico. En esta entrada intentaremos desentrañar cuáles son las diferencias entre uno y otro, e indicar cómo se usan tales términos correctamente. El análisis se centrará en el ámbito, fundamentalmente, del Derecho Administrativo.

Desde una perspectiva global, recurso y reclamación son dos formas diferentes que reviste la impugnación de los actos jurídicos de la Administración Pública. Se trata, en ambos casos, de medios de impugnación, a través de los cuales se pretende obtener, con fundamento en Derecho, la revocación de una decisión tomada previamente. Pero al lado de la impugnación tenemos la queja, con la cual no se pretende revocar una decisión, sino expresar un malestar ante una actuación que, incluso aunque hubiera podido ser legal, ha producido molestias en el interesado (algo similar a eso que en lenguaje vulgar se da en llamar el «derecho al pataleo»). Las quejas quedan fuera de esta entrada.


¿Qué es un recurso (administrativo)?

Siempre me ha parecido insuperable la definición de recurso administrativo que hace García de Enterría en su Curso de Derecho Administrativo: el acto del administrado mediante el que éste pide a la propia Administración la revocación o reforma de un acto administrativo, en virtud de un título jurídico específico.

Pero hay que tener cuidado con la terminología, porque no existe el término jurídico «recurso» a secas, ni tampoco un recurso que se denomine simplemente «recurso administrativo». El vocablo recurso va siempre acompañado de un «apellido» que indica el tipo de recurso administrativo del que se trata. Así, muy brevemente, tenemos: recurso de alzada, ante el superior jerárquico de quien dictó el acto recurrido; recurso potestativo de reposición, ante el mismo órgano; recurso extraordinario de revisión, contra actos administrativos firmes y sólo en muy concretos supuestos; recurso especial en materia de contratación, contra determinados actos dictados en el procedimiento de adjudicación de contratos del Sector Público.

Aunque no son recursos administrativos, también se les denomina recursos, y responden a la misma esencia impugnatoria (pero en este caso de resoluciones judiciales), a los recursos que se pueden plantear en el seno de los procedimientos judiciales: recursos de apelación, suplicación, súplica, casación, reforma… Incluso hay alguno con nombre coincidente con el de recursos administrativos: recurso de reposición y recurso extraordinario de revisión.

Es muy peculiar el caso del recurso contencioso-administrativo. Porque, a pesar de su denominación, dicho término no designa ni a un recurso administrativo ni a un recurso contra una decisión de los Juzgados y Tribunales, sino que se nombra así al ejercicio de una acción judicial. Su particular denominación responde a que, a diferencia de otras formas de iniciar procedimientos judiciales (como la demanda civil o la querella), aquí se parte de una decisión previa de la Administración; hay un acto administrativo que pone fin a la vía administrativa, el cual se impugna mediante la interposición del recurso, pero ya ante los Jueces y Tribunales de la jurisdicción contencioso-administrativa.


¿Y qué es una reclamación?

Ya dije al principio que la reclamación es otro medio de impugnación. Por lo tanto, comparte la misma naturaleza sustancial del recurso: la solicitud a la Administración de la revocación de una actuación, invocando razones jurídicas.

¿Dónde están entonces sus diferencias con los recursos? Pues, más allá de la denominación, no resultan a veces fáciles de detectar. Y es que normalmente tales diferencias se encuentran en pequeños matices que, además, varían según la clase de reclamación de que se trate. Vamos ahora a ver cuáles son.

Reclamación

Aquí sí existe la «reclamación» a secas, sin apellido. Estas reclamaciones se prevén en ciertas normas reguladoras de determinados procedimientos administrativos, especialmente procedimientos selectivos de personal. La reclamación se presenta contra actos administrativos de trámite o resoluciones provisionales, a fin de depurar eventuales errores o defectos antes de terminar el procedimiento administrativo; una vez resuelta la reclamación, cabrá interponer los recursos administrativos procedentes. Ejemplos de esto son las reclamaciones contra las listas provisionales de admitidos en una oposición. O la reclamación que formulan los estudiantes universitarios contra la calificación de un asignatura, como paso previo para poder presentar posteriormente recurso de alzada o de reposición si dicha calificación es confirmada.

Reclamación económico-administrativa

Las diferencias con los recursos administrativos estriban, básicamente, en su materia y en el procedimiento a seguir.

Las reclamaciones económico-administrativas están previstas como medios de impugnación específicos de los actos administrativos de naturaleza tributaria y de los actos de recaudación de todo tipo de ingresos públicos. En estas materias se excluyen los recursos administrativos antes descritos.

Además tienen un procedimiento propio previsto en la Ley General Tributaria y en el Reglamento General de desarrollo de la Ley General Tributaria en materia de revisión en vía administrativa (aprobado por R.D. 520/2005, de 13 de mayo). Una característica de este procedimiento es que cabe interponer, antes de la reclamación, un recurso de reposición de los previstos en materia tributaria. Otra característica esencial es que resulta obligatorio presentar la reclamación económico-administrativa, y agotar dicha vía, antes de poder iniciar la vía judicial contencioso-administrativa.

Reclamación previa a la vía judicial social

Aunque ya han desaparecido las reclamaciones previas a la vía judicial con carácter general, aún persisten tales reclamaciones en materia de prestaciones de Seguridad Social (art. 71 de la Ley de la Jurisdicción Social).

La principal diferencia de las reclamaciones previas con los recursos administrativos está en que los actos objeto de estas reclamaciones previas son actos de la Administración, pero no son actos administrativos, sino que están sujetos al Derecho Laboral; y, en consonancia con ello, la acción judicial posterior a la resolución de la reclamación previa debe dirigirse a la jurisdicción social.

«Reclamación» de responsabilidad patrimonial de la Administración

En la Ley de 20 de julio de 1957 sobre régimen jurídico de la Administración del Estado se establecía que los particulares que pretendieran el reconocimiento de la responsabilidad patrimonial de la Administración debían presentar una «reclamación de indemnización». Puesto que, en puridad, no se trata una impugnación de la actuación administrativa, en la actualidad (y desde la Ley 30/1992), esto se considera por la Ley, acertadamente, como la «solicitud de iniciación» del procedimiento de responsabilidad patrimonial (artículo 67 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas). No obstante, bien sea por la inercia de la legislación anterior, o bien porque la ley actual también habla del «derecho a reclamar» de los particulares, todavía nos podemos encontrar con que se use el término «reclamación de responsabilidad patrimonial».


Espero, paciente lector, que si ha llegado hasta aquí, sepa bien ya si debe recurrir o reclamar. Pero si aún persistiera la duda, impugne. Eso sí, siempre con estilo.

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General, Introducción al Derecho

El nombre (exacto) de las normas


“¡Intelijencia, dame

el nombre exacto de las cosas!”

(Eternidades, Juan Ramón Jiménez)

 

Es la denominación precisa de cada tipo de norma jurídica lo que constituye el objeto de esta entrada.

La tipología normativa, es decir, el establecimiento de diferentes categorías de normas jurídicas, es una de las cuestiones fundamentales de la teoría de las fuentes del Derecho. Constituye el abecé del jurista.

Y a quienes explicamos en las aulas la tipología normativa nos suele salir al encuentro el siguiente problema. Ciertamente, resulta fácil encuadrar los tipos de normas jurídicas, en función de su jerarquía, en la terna clásica: Constitución, Leyes (con sus diversas clases) y Reglamentos. Pero, sin embargo, a la hora de ver trasladadas estas categorías normativas a las denominaciones oficiales de las concretas normas no siempre existe una total coincidencia. Si la publicación en el boletín oficial correspondiente viene a ser como el “acta nacimiento” de la norma, a veces ocurre como con los actores de Hollywood, que no coincide exactamente el nombre propio del bautismo con el usado en la vida diaria; puede haber una discordancia entre el nombre oficial del tipo de norma y el que se suele utilizar en la teoría jurídica.

Partimos de la base de que, a la hora de su publicación, el autor de la norma jurídica debe otorgar una denominación a ese producto normativo. En nuestro ordenamiento jurídico vigente el sistema que generalmente se sigue es este: tipo de norma + numeración + fecha + título de la norma. Como se ve, se inserta en primer lugar la denominación del tipo de norma de que se trata. Pues bien: en bastantes ocasiones esa denominación no será exactamente la que se le da en la teoría de la tipología normativa.

Estas divergencias en el nombre de la norma, aun pequeñas, pueden provocar que el estudiante neófito se desespere y no acierte a encontrar entre el revoltijo virtual la norma que va buscando. Por eso conviene conocer tales diferencias.

A lo largo de esta entrada iremos confrontando el nombre que se suele asignar a cada clase de norma en la teoría de las fuentes del Derecho (Constitución, Leyes, Reglamentos) con la correspondiente denominación oficial con que aparece ese tipo de norma (entendiendo como tal denominación oficial la designación que figura en su publicación en el Boletín Oficial del Estado). Nos centraremos sólo en las normas estatales.


1.- Constitución

Siendo la Constitución la norma que crea el Estado, no es problemático identificarla. Salvo que se trate de un Estado federal, sólo habrá una Constitución, y con ese preciso nombre. En cada Estado, una Constitución, y sólo una Constitución por Estado. Así ocurre actualmente en España.

Pero cabe reseñar, al menos, dos circunstancias propias de su denominación oficial. Ambas se pueden apreciar en su publicación en el Boletín Oficial del Estado (BOE).

La primera, que la Constitución viene con apellido. Es “Constitución Española”, y no “Constitución” a secas.

Y la segunda es referente a su fecha. Porque, frente a lo que es habitual para el resto de normas, y dado su peculiar procedimiento de aprobación, la publicación oficial no recoge una sola fecha, sino que inserta las tres fechas que marcan los hitos principales de ese proceso: la de su aprobación por las Cortes Generales (31 de octubre de 1978), la de su ratificación por el pueblo español mediante referéndum (6 de diciembre de 1978), y la de su sanción y promulgación por el Rey (27 de diciembre de 1978). Puesto que es el momento de su sanción (y posterior publicación) el que marca el principio de su existencia como norma, es esta última fecha la que se suele tomar como referencia.

De este modo, es así como aparece nombrada en las bases de datos jurídicas al uso: “Constitución Española de 27 de diciembre de 1978”.


2.- Leyes


2.1.- Leyes

Identificar en el BOE una Ley es muy sencillo. Porque en nuestro sistema se sigue el concepto formal de Ley, lo que nos aboca a una tautología: todo acto publicado cuya denominación oficial comience diciendo “Ley”, es una Ley. Seguro.

Aunque en la doctrina se las suele llamar “leyes ordinarias”, por contraposición a las Leyes Orgánicas, o “leyes estatales”, para diferenciarlas de las autonómicas, el nombre oficial de este tipo de norma es el de  “Ley”, a secas.

Un ejemplo reciente: la Ley 8/2017, de 8 de noviembre, sobre precursores de explosivos.


2.2.- Leyes Orgánicas

Se trata, ya de entrada, de una denominación un tanto engañosa. No son “orgánicas” porque regulen la organización (los órganos) de determinadas instituciones; aunque a veces sí sea ese el objeto de su regulación. Se llaman Leyes Orgánicas a las que, por mandato constitucional, deben regular determinadas materias (art. 81 y concordantes de la Constitución Española).

Pero, cuidado, porque puede suceder que la denominación de una norma como “Ley Orgánica” en el BOE no se ajuste del todo a la realidad de cuál es su tipología. Suele ocurrir que en algunas normas denominadas como Leyes Orgánicas hay determinados preceptos de las mismas que no tienen tal carácter.

Un ejemplo reciente de esto: la Ley Orgánica 1/2016, de 31 de octubre, de reforma de la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera. Es Ley Orgánica; pero no lo es en su totalidad porque, según su Disposición Final Tercera, los preceptos contenidos en las disposiciones finales primera y segunda tienen el carácter de ley ordinaria.


2.3.- Normas con rango de ley aprobadas por el Gobierno

Nuestra vigente Constitución prevé dos tipos diferentes de normas jurídicas que, a pesar de ser aprobadas por el Gobierno y no por el poder legislativo, tienen valor de ley. Se trata de los Decretos-leyes (art. 86) y de los Decretos Legislativos (arts. 82 a 85).

Ahora bien, si un usuario novel se adentra en los boletines oficiales o en las bases de datos jurídicas, y realiza una búsqueda de este tipo de normas con la denominación precisa que se les da en la Constitución, no las va a encontrar. Lo que le van a devolver como resultados de su búsqueda son:

  • Normas jurídicas aprobadas en el ordenamiento jurídico anterior (1939-1975).
  • O bien, de ser posteriores a 1978, normas autonómicas aprobadas por aquellas Comunidades Autónomas en cuyos Estatutos de Autonomía se contemplan tales tipos de normas.

Pero no encontrará normas estatales posteriores a 1975 cuya denominación oficial sea, exactamente, la prevista en la Constitución de Decreto-ley o Decreto Legislativo. Por una sencilla razón, una pequeña cuestión de matiz: en el BOE aparecen publicadas como Real Decreto-ley y Real Decreto Legislativo.

Un ejemplo reciente de cada tipo de norma:

– El Real Decreto-ley 15/2017, de 6 de octubre, de medidas urgentes en materia de movilidad de operadores económicos dentro del territorio nacional.

– El Real Decreto Legislativo 1/2016, de 16 de diciembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de prevención y control integrados de la contaminación


3.- Reglamentos

Si hasta aquí hemos visto algunas diferencias entre la denominación teórico/legal y la denominación oficial de los tipos de normas, es ahora, en el nivel reglamentario cuando todo se complica sobremanera.

Comenzamos con una primera curiosidad. Si, al igual que hemos hecho antes con los tipos de leyes, acudimos a la Constitución en busca de las normas denominadas “Reglamentos”, nos encontraremos con una única referencia a una norma así llamada. Y ahí reside la paradoja: esa mención es a los Reglamentos de las Cámaras (art. 72) los cuales, justamente, no son en puridad normas reglamentarias, sino normas primarias directamente vinculadas a la Constitución y que por ello tienen un valor de ley (STC 101/1983, FJ 1º).

Pero, sobre todo, la dificultad de identificar a las normas reglamentarias en boletines oficiales y bases de datos estriba en lo siguiente: frente a lo que sucede con las normas que hemos descrito antes, en las que coinciden su nombre con su forma jurídica, la forma jurídica en que se aprueban los Reglamentos nunca es la de “Reglamento”. Dicha forma jurídica será la de “Real Decreto acordado en Consejo de Ministros”, o la de “Orden Ministerial”, según establece el art. 24 de la Ley 50/1997, del Gobierno.

Sólo en algunas normas reglamentarias, la minoría, aparece la denominación “Reglamento”. Pero no en el espacio inicial reservado para insertar el tipo de norma, sino en el título de dicha norma.

Y para acabar de rizar el rizo, resulta que esas mismas formas jurídicas de Real Decreto y de Orden Ministerial se utilizan también para aprobar otros actos jurídicos emanados del Gobierno o de los Ministros que no son normas jurídicas, y, por consiguiente, no son en modo alguno Reglamentos.

Con todo esto (y obviando mencionar las normas homónimas de Derecho de la Unión Europea), se comprende que una de las labores más difíciles que se le puede encomendar a un jurista en ciernes es, precisamente, la de que encuentre un Reglamento.


3.1.- Reglamentos aprobados por Real Decreto

Aquí tenemos un ejemplo de un Reglamento aprobado por Real Decreto en cuyo título se hace constar que se trata de un Reglamento, por tratarse de una norma reglamentaria que desarrolla, de manera general, los preceptos de una Ley: Real Decreto 634/2015, de 10 de julio, por el que se aprueba el Reglamento del Impuesto sobre Sociedades.

Y aquí otro ejemplo reciente en que no existe tal indicación en el título: Real Decreto 931/2017, de 27 de octubre, por el que se regula la Memoria del Análisis de Impacto Normativo.

Ambos son Reglamentos.


3.2.- Reglamentos aprobados por Orden Ministerial

La búsqueda e identificación de las Órdenes Ministeriales presenta una dificultad adicional a la que ya tiene de por sí la de los Reglamentos.

Y es que, a partir de 2002, rige un sistema propio de identificación de las Órdenes Ministeriales establecido en la Orden del Ministerio de la Presidencia de 21 de diciembre de 2001, por la que se hace público el Acuerdo del Consejo de Ministros de 21 de diciembre de 2001, por el que se dispone la numeración de las Órdenes ministeriales que se publican en el «Boletín Oficial del Estado». Desde entonces las Órdenes Ministeriales se identifican primariamente según los códigos de tres letras asignados a cada Ministerio en una Tabla; pero tales códigos han ido cambiando conforme han cambiado las denominaciones de los Ministerios, y además, con su sola lectura, es posible que no acertemos a averiguar de qué Ministerio se trata.

Un ejemplo reciente de Reglamento aprobado bajo la forma jurídica de Orden Ministerial: la Orden DEF/85/2017, de 1 de febrero, por la que se aprueban las normas sobre organización y funciones, régimen interior y programación de los centros docentes militares.

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Supletoriamente…


Conviene empezar no confundiendo lo supletorio con lo subsidiario (que por cierto se trató en otra entrada). En el campo jurídico, lo subsidiario, como se vio allí, tiene su ámbito principal en las peticiones de las demandas, en el lenguaje forense.

El ámbito de lo supletorio es el del lenguaje jurídico normativo. Supletorio, en lenguaje usual, es aquello se suple una falta. Lo que se suple es la no existencia de algo, una ausencia que hace necesario acudir a otro lugar para hallar una respuesta. En el Derecho, el uso de la supletoriedad pretende prever que siempre pueda haber algo aplicable: en defecto de todo, aplicamos aquello que es supletorio. Consiguientemente, la supletoriedad es una forma de rellenar huecos, o, dicho en lenguaje jurídico, de evitar la existencia de lagunas normativas. Las normas, por tanto, no son subsidiarias unas de otras: son supletorias de los vacíos existentes en otras normas.

Y la supletoriedad es distinta también de la analogía. La supletoriedad está orientada a que no puedan existir lagunas, mientras que la analogía es un mecanismo que, una vez constatada la existencia de la laguna normativa, permite encontrar una solución que está en una norma que no es aplicable, ni directa ni supletoriamente, al caso. La laguna es presupuesto de la aplicación analógica.

Resulta claro que, si queremos tener una idea cabal de la estructura normativa del conjunto del ordenamiento jurídico, es imprescindible conocer cómo están construidas, de manera general, las relaciones de supletoriedad entre las normas. Podemos observar cómo en nuestro ordenamiento jurídico se dan, entre otras de menor relevancia, las siguientes manifestaciones de la supletoriedad, ordenadas de mayor a menor ámbito de operatividad:

1.- La supletoriedad de ordenamientos. En virtud de la cláusula de supletoriedad del art. 149.3 de la Constitución, el ordenamiento estatal es supletorio de los ordenamientos (o subordenamientos) autonómicos.

2.- La supletoriedad de unas fuentes del Derecho frente a otras, en el art. 1 del Código Civil. Solo en ausencia de normas escritas («ley») se puede aplicar la costumbre. Y solo si no hay normas escritas ni costumbre se aplican los principios generales del Derecho.

3.- La supletoriedad del Derecho Civil sustantivo respecto del resto de las ramas del Derecho. Así, por disposición expresa del Código Civil, el mismo actúa como supletorio «en las materias regidas por otras leyes» (art. 4.3).

4.- La supletoriedad de la regulación del procedimiento judicial civil respecto  a todas las demás leyes reguladoras del resto de procedimientos judiciales (art. 4 de la LEC).

5.- E incluso dentro de una misma ley procesal, la supletoriedad de unos procedimientos judiciales respecto a otros. Así, por ejemplo, las reglas del procedimiento ordinario laboral son supletorias respecto a las de los procedimientos especiales (art. 102.1 de la LJS); y las de los procedimientos contencioso-administrativos ordinarios de las de los procedimientos abreviados (art. 78.23 de la LJCA).

Las anteriores no son, ni mucho menos, todas las relaciones de supletoriedad normativa que hay en nuestro ordenamiento. Existen bastantes más reglas de supletoriedad, las cuales, si el legislador ha seguido en la redacción de los textos legislativos lo establecido en las Directrices de técnica normativa, las deberíamos encontrar establecidas en las Disposiciones Finales de las normas.

La supletoriedad de las normas contribuye a la estructuración sistemática y a la plenitud del ordenamiento jurídico. Incluso, desde el punto de vista del estilo, resulta eficaz para evitar la reiteración innecesaria, en normas diferentes, de una regulación idéntica.

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Actuaciones judiciales

¿»DIGO» o «DICE»? Primera/tercera persona en escritos procesales


Tenía pensado escribir sobre este tema en una futura entrada sobre dudas tontas o menores que todavía se me presentan a la hora de redactar mis escritos procesales. Pero… esta concreta incertidumbre mía se fue ramificando y agrandando a medida que intentaba contestármela, con lo que vino a dar en esta especie de soliloquio cuasi hamletiano (aunque ni por asomo tan dramático, claro está).

¿Uso la primera o la tercera persona?

La duda ortográfica/sintáctica/gramatical es simple de resolver, creo: ambas son correctas. Se escoja usar una u otra persona, lo importante es mantener el uso de esa misma persona y la correspondiente concordancia gramatical entre sujeto, verbo y pronombres durante todo el escrito procesal (cuidado: ya vimos que esto es algo que, a veces, el uso del «copia y pega» palimpsesto nos puede impedir involuntariamente).

Otra cosa ya es la duda estilística. Duda que es coincidente con la que tiene cualquier escritor a la hora de empezar su novela: ¿cuál de las dos personas resulta más adecuada? A mí, como lector, me vienen gustando últimamente novelistas contemporáneos que tienden a usar el narrador-protagonista o el monólogo interior, y, por consiguiente, la primera persona: Javier Marías, Javier Cercas… O antes de ellos, de manera magistral, Julio Cortázar. Parece más o menos claro que la evolución en la novela ha ido hacia el mayor uso de la narrativa en primera persona, frente a la ya más clásica tercera persona de las grandes novelas del pasado.

Quizá por ello hay en la red numerosos consejos para los escritores noveles acerca de los  inconvenientes y ventajas que tiene escribir la novela en primera persona. O los de hacerlo en tercera persona.

Pero como en el foro no debemos hacer literatura (ni novela, ni ensayo, ni mucho menos poesía o drama), creo que en nuestro caso habría que plantear este interrogante desde un punto de vista distintivo: desde la perspectiva de la búsqueda de la eficacia. La pregunta pertinente, pues, sería: ¿Qué efecto puede tener una u otra elección a la hora de persuadir a nuestro lector, el Juez?

(Claro que, antes de contestar, quizás habría que hacer un inciso, realmente utópico: lo ideal sería conocer de antemano qué Juez lo va a leer y cómo lo prefiere, y así tendríamos la solución más apropiada al dilema).

Hay, por lo tanto, un importante componente psicológico. Hablar en primera persona supone una afirmación del yo, denotar claramente que somos parte en el pleito y que sostenemos una postura que defendemos sin ambages como la nuestra. Además, y esto es algo que le cuadra más a mi manera de ser, con ello se busca convencer en la cercanía, no en la distancia. Parece también más actual, más moderno (así lo defiende, por ejemplo, Javier Badía en su estupenda bitácora en pro de la claridad en el lenguaje administrativo). Y más sincero.

Por contra, usar la tercera persona resulta más impersonal. Se diría que quien se expresa es un narrador imparcial, que no es parte en el pleito (cuando sí lo es). Parece transmitir engreimiento o superioridad, como en aquel Julio César de los cómics de Asterix, caracterizado por hablar de sí mismo en tercer persona. Suena ya anticuado. De hecho, la mayor parte de los formularios actuales de las bases de datos jurídicas punteras usan la primera persona.

Aunque, finalmente, es posible que todo esto no sean más que elucubraciones sin mucho sentido. Porque, en nuestro caso, en realidad siempre es tercera persona: nuestro escrito, a pesar de que lo redactamos de cabo a rabo los/las abogados/as, lo encabeza el/la procurador/a, y es él/ella quien va relatando, quien es el/la narrador/a. Así que hay una doble mentira latente en todo escrito procesal de parte: el/la procurador/a no dice, sino que relata por escrito; y tampoco escribe, solo firma. Escribimos por persona interpuesta, pues. Y, de esta manera, somos siempre una especie de «negros», no con estilo literario, pero sí en el sentido literario del término.

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General

Primer aniversario con estilo


Este último fin de semana, concretamente el pasado sábado 26 de septiembre de 2015, se cumplió un año de la publicación de la primera entrada en este blog, la entrada de presentación, en la que daba a conocer esta bitácora digital y formulaba una declaración de intenciones.

He podido mantener, mal que bien, el ritmo de publicación que me había fijado de una entrada quincenal (generalmente, los lunes).

He procurado cumplir aquí mis iniciales intenciones: analizar el lenguaje jurídico, dar algunas claves para redactar correctamente escritos procesales, volcar mi experiencia de años en el foro y en la Universidad, divulgar. Y he aprendido mucho, claro está. Si algo me quedó claro es que la bitácora marca una derrota larga y nebulosa, y que este camino, como ocurre con los importantes, también se anda despacito, pero con paso firme. Por eso estimo enormemente las reacciones, los comentarios, los ánimos, y los consejos que he recibido; también las acciones de divulgación de este blog. No sólo me estimulan a seguir, sino que también contribuyen a marcar el rumbo y a sentir que esto puede servir a otros, además de a mí.

Salió también, para mi propia sorpresa y sin pretenderlo, una vertiente poética, al hilo del lenguaje jurídico (o incluso no).

Espero no haber caído en lo que quería evitar: la severidad, el adoctrinamiento, la inmodestia, la diatriba o la vacuidad. Hay quien me ha dicho, y lo agradezco, que los términos que utilizo requieren a veces del diccionario para su correcta inteligencia. Aunque soy consciente de que esto puede chocar con la corriente dominante en el mundo de los blogs, no me preocupa. Al contrario: creo que nos viene bien, a todos, enriquecer nuestro vocabulario. Y añado incluso que, en ocasiones, debido a mi gusto por la polisemia, es preciso estar atento no solo a una acepción, sino a varias de las que se incluyen en el diccionario.

En fin, continúo activo en la blogosfera, lo que no es poco. Y espero que siga siendo así, manteniendo (y construyendo, al mismo tiempo) mi propio estilo.

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Escritos procesales, Estilo de escritura, General

Un planteamiento general de estilo (escritos)


Creo que antes de empezar a redactar cualquier escrito es aconsejable tener primero claro un planteamiento general del estilo que nos conviene emplear en el mismo. ¿Qué pretendo lograr con ese escrito?, ¿qué estilo utilizar para ser más eficaz?, ¿dónde hacer más hincapié?, ¿hay que ser más o menos prolijo?, ¿hay que resultar incisivo?

Me parece un error emplear un mismo estilo en todo tipo de escritos procesales, porque los objetivos que tienen los escritos son muy diversos. No deberíamos olvidar que los escritos procesales son escritos con una finalidad práctica; el estilo debe contribuir a esa finalidad, no debe ser algo ajeno e independiente de la misma. A todos nos parece claro que el estilo de escritura a emplear en una carta debe ser diferente al de una novela, por ejemplo.

Según mi experiencia, para determinar este planteamiento estilístico general conviene distinguir al menos estos tres tipos diferentes de escritos forenses:


1.- Las demandas

Hay que tener en cuenta en la demanda es el escrito que plantea inicialmente el pleito, el primer escrito que presentamos en el Juzgado. Dado que ningún Juez ha tenido conocimiento antes de la cuestión, se impone contar el caso con claridad, sencillez y concisión, para que el juzgador lo entienda correctamente.  Sintácticamente, deberían primar los párrafos cortos y las oraciones coordinadas y yuxtapuestas. No tiene sentido usar un estilo argumentativo; ni siquiera, creo, hay que adelantarse a intentar rebatir lo que hipotéticamente nos contestará la parte contraria.

Hay que centrarse, sobre todo, en la redacción de los hechos y del solicito. En los hechos, construyéndolos de modo que resulten irrebatibles y haciendo hincapié en aquello que sea favorable a nuestras pretensiones.  Y en el solicito, pidiendo todo aquello que nos permita pedir la ley. La fundamentación jurídica es preferible hacerla escueta, aunque no telegráfica. Desde luego, yo no soy partidario de trufar la demanda con jurisprudencia, salvo casos muy excepcionales.

En este interesante y útil post de su blog jurídico y docente, el profesor y abogado Luis Cazorla nos da cinco pautas básicas para la redacción de una demanda.

Lo dicho anteriormente en este apartado en cuanto al estilo sería aplicable a las demandas civiles y laborales. También, en el ámbito penal, con sus correspondientes matices, a las denuncias y escritos de calificación.


2.- Los recursos

Plantear un recurso sí es ya un ejercicio de argumentación, en el que intentamos rebatir la fundamentación, fáctica y/o jurídica, de una resolución judicial. Por eso, en el ámbito sintáctico, puede ser terreno incluso para la hipotaxis a la manera de Sánchez Ferlosio.

Es imprescindible distinguir bien cada uno de los motivos del recurso, encuadrarlos claramente dentro de aquellos motivos para recurrir que nos permite la ley y separarlos debidamente. Cada motivo del recurso hay que desarrollarlo de tal manera que nuestra argumentación quede completa: debemos refutar punto por punto los razonamientos que pueda contener la resolución impugnada, explicar por qué la interpretación que defendemos es la correcta y, finalmente, establecer cuáles son las consecuencias que se derivan de ello. Aquí sí conviene alegar la jurisprudencia que nos favorezca y cuya aplicación al caso haya sido pasada por alto.

Dentro de esta clase de escritos habría que incluir también las demandas de los recursos contencioso-administrativos, que, en realidad, más que demandas son recursos, ya que vienen precedidas de un procedimiento administrativo donde se habrán discutido, y resuelto previamente por la Administración, tanto cuestiones de hecho como de Derecho.

También estarían comprendidas dentro de este tipo de escritos, a efectos de estilo, las contestaciones a la demanda, aunque con sus propias peculiaridades.


3.- Los escritos de trámite

Los escritos de trámite deben ser necesariamente breves y ceñirse exclusivamente a su finalidad concreta. No necesitan de relato de hechos ni de mayor argumentación jurídica, pero a veces es necesario poner de manifiesto determinados aspectos que no podemos dejar atrás. Se trata de un estilo sutil, al cual dedicaremos una próxima entrada de este blog.


Maneras diferentes de afrontar la redacción de escritos procesales. Con nuestro estilo, pero no un estilo uniforme, sino versátil, adaptable a la finalidad que pretendemos conseguir.

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Escritos procesales, General, Léxico jurídico

Al rico pleonasmo jurídico


Quizá sean las ansias de dejar todo «atado y bien atado» o tal vez la pretensión de convencer a fuerza de énfasis, pero el caso es que el mundo de la expresión jurídica es campo abonado para el pleonasmo, esa figura retórica que, fuera de la poesía, es vista con prevención por todos los estilistas del lenguaje. El pleonasmo es redundancia, insistencia en decir lo mismo, por duplicado.

Si ya a veces resulta pesado leer textos jurídicos, usar pleonasmos puede exasperar al lector, que recibe doble dosis de pesadez. Por otro lado, su uso suele enmascarar la debilidad de la postura sostenida o la falta de confianza en lo que se dice. Yo abogo por su aconsejable desaparición de los usos forenses y jurídicos.

Que se puede, y aun se debe, prescindir de los pleonasmos jurídicos es, a mi entender, claro. Veamos si no a continuación algunos ejemplos de esta omnipresente (y evitable) práctica en el mundo del Derecho, espigados entre los muchos que proliferan en la legislación, los escritos procesales y la jurisprudencia.

– El apartado e) del art. 62.1.b de la LRJ-PAC nos dice que son nulos de pleno derecho los actos administrativos dictados prescindiendo «total y absolutamente» del procedimiento legalmente establecido. Si de algo se prescinde del todo, ¿cómo se puede hacerlo, además, absolutamente? Solo le faltó al legislador añadir «y por completo». Pues aun así, es este un ejemplo de intención legislativa burlada en la práctica: pretendiendo el legislador aherrojar al interprete vía pleonasmo, la jurisprudencia ha acabado escapándose y ampliando esta causa de nulidad a los supuestos en que se ha omitdo un trámite esencial del procedimiento administrativo, pero no todo el procedimiento.

– Un formulismo abogadil donde los haya: «lo cierto y verdad». Lo solemos utilizar los letrados cuando, frente a la acusación que formula la parte contraria, empezamos a dar nuestra versión de cuáles son los hechos que han acontecido realmente. Pero, ¿hay algo que sea verdad y no sea al mismo tiempo cierto? Y, en otro aspecto, ¿no es el uso de esta expresión muestra psicológica de debilidad? Me parece mucho más estiloso, y eficaz, decir solo «lo cierto» o «la verdad», o «los hechos ocurridos fueron estos».

– Todavía en muchas Sentencias el fallo contiene la siguiente expresión: «debemos condenar y condenamos». Que el deber del Juez es aplicar correctamente la ley va de suyo. Pero dicho así parece como si expresara una especie de disculpa o descargo de conciencia («te condeno, pero no porque yo quiera, sino porque sobre mí pesa ese deber, y aunque no quiera»). O peor aún, suena, a oídos del reo, como una doble condena, un «bis in idem» linguístico.

Termino con una petición de disculpas por el título de este post («rico pleonasmo»), con el que casi vengo a caer en lo mismo que propugno evitar, añandiendo énfasis a lo ya enfático. Sólo me salva que también, acaso, se podría considerar como un oxímoron. Porque si pudiera haber riqueza en la redundancia, no sería en el sentido de variedad o amplitiud linguística, sino como acumulación. No existe pues verdadera riqueza, sino antes lo contrario, en el pleonasmo.

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