Actuaciones judiciales, Juicios

Oratoria forense: una historia


Esta entrada surge como respuesta a un reto. O, mejor dicho, debería haber sido la respuesta a un reto.

Mi admirado compañero Óscar Fernández León, el auténtico gurú de las habilidades prácticas de la abogacía, fue quien me lanzó el guante: ¿por qué no haces en tu blog una entrada sobre el lenguaje verbal a emplear durante el alegato? La idea es muy buena. Y le agradezco a Óscar su confianza en mis aptitudes.

Pero lamento decepcionar, yo no puedo estar a la altura del desafío. Por supuesto, el nivel de mi modesto blog queda muy lejano del de Óscar. Y no tengo ni la práctica ni los conocimientos suficientes para afrontar tal tarea; ya quisiera yo.

Por añadidura, acaso yo esté en el bando de los descreídos de la oratoria forense. Si el que probablemente fue uno de los mejores alegatos en juicio de la historia no pudo evitar la condena a muerte del acusado, ¿qué cabe esperar de nuestros humildes informes? Además, suelo acudir a un ámbito (contencioso-administrativo) en el que los alegatos orales, pienso, no tienen demasiada relevancia.

No obstante…

Voy a contar una historia real. O más bien intentaré describir un momento (si es que resulta posible -y no es mera entelequia- rememorar con exactitud lo ocurrido, traerlo de nuevo y ofrecerlo a los demás que no lo vivieron, con la ilusoria intención de que ellos puedan también llegar a percibir un instante especial al que no asistieron). Por eso, esta vez me apartaré, advierto, del estilo habitual de este blog.

Esta es la historia.

Ocurrió, si la memoria no me falla, hace unos cinco o seis años. Durante ese curso, yo impartía una asignatura que, entre otros temas, incluía el estudio de la jurisdicción contencioso-administrativa. Como el grupo de alumnos no era grande, diseñé una práctica que consistía en la asistencia de todos ellos, durante una mañana completa, a los juicios que iban a celebrarse en el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo.

Soy muy consciente de que el éxito de una actividad práctica de ese tipo requiere una preparación concienzuda. Amén de realizar una serie de ejercicios preparatorios para que conociesen las claves de los procedimientos judiciales, convine con el Magistrado, una persona muy asequible y dispuesta, en que, antes del día del juicio, yo consultaría los expedientes para confeccionar para los alumnos un breve resumen escrito de cada uno de los asuntos. Quería conseguir que los estudiantes tuvieran una idea previa de qué era lo que se iba a discutir en la vista oral, porque, de lo contrario, como todos sabemos, resulta prácticamente imposible enterarse bien de lo que ocurre en el acto del juicio.

Así que dos o tres días antes de celebrarse los juicios pasé unas buenas horas en el Juzgado leyendo detenidamente cada expediente judicial para resumirlo en unas fichas que luego entregaría a los alumnos. Había bastante variedad. Pero recuerdo que me tuve que emplear a fondo especialmente en uno de los asuntos. Era una demanda enmarañada, con muchos párrafos de relleno dedicados a trascribir sentencias, mezclando hechos y fundamentos de Derecho, y un suplico muy deficiente. Un engendro (sobre todo para mí, que, como ya sabéis si seguís este blog, soy un auténtico tiquismisquis del estilo procesal claro y correcto). Por lo que conseguí entender a duras penas, después de maldecir y volver a leer varias veces, la empresa recurrente estaba impugnando una multa impuesta a raíz de una actuación inspectora, con fundamento en una supuesta violación de sus derechos fundamentales. Un caso en el que el recurrente se agarraba a hipotéticos defectos formales frente a unos hechos claramente probados y constitutivos de infracción. Uno de esos cientos de casos que convierten las apelaciones a la vulneración de un derecho fundamental en prácticamente una cláusula de estilo vacía.

Llegó el día de los juicios. Los estudiantes, nerviosos y expectantes, llenaban la sala de vistas. El Magistrado anfitrión, que además de ser amable tenía vocación pedagógica, iba haciendo, antes de que comenzara cada juicio, una pequeña presentación del asunto (sin presencia de las partes, por supuesto). Así fueron sucediéndose en los estrados los abogados de los recurrentes y de las Administraciones recurridas: un joven abogado (que había sido alumno nuestro escasos años antes), nervioso y visiblemente inseguro, intentando que se anulara una multa de tráfico; el habitual tono casi monocorde de los letrados de la Administración; un compañero mío de promoción defendiendo de oficio, con aplomo, energía y hábil manejo de la jurisprudencia, un asunto de extranjería; la siempre curiosa escena de unos funcionarios licenciados en Derecho defendiéndose a sí mismos…

Y llegó también el turno del asunto de la empresa sancionada. Como me imaginaba, el Magistrado, en su presentación, nos indicó que se trataba de un caso bastante claro, porque las pruebas recabadas por la Administración resultaban abrumadoras. Habiendo leído la demanda, tan defectuosa a mi juicio, no esperaba yo gran cosa de esta vista.

Aún ahora (o tal vez precisamente por eso) no sabría decir qué tuvo de especial el alegato de ese abogado. No empleó un lenguaje elevado, ni figuras retóricas reconocibles. No usó tecnicismos jurídicos. Sólo de pasada mencionó la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Aunque se le notaba con experiencia, tampoco fue un discurso fluido en exceso: hacía interrupciones, y hasta titubeaba a veces.

Quizás el secreto estuviera en que siguió una línea argumental única y muy clara. O en que cuestionó con firmeza y habilidad la obtención de las pruebas por la inspección, haciendo referencia concreta a los hechos del caso y poniendo ejemplos bien traídos. Pero tal vez fuera (o a lo mejor es sólo impresión subjetiva mía) que allí, en la persona de ese desconocido abogado, pudimos apreciar veracidad en la lucha por la Justicia. En su gestualidad, en las inflexiones de su voz, en lo que parecía a veces nerviosismo o inseguridad (más que en sus palabras), asistimos a la exteriorización de una agonía interior, de una honda convicción. Posiblemente, lo que más me llamó la atención entonces, y recuerdo todavía ahora a la perfección, era un gesto que repitió varias veces: el de interrumpir su discurso para juntar las palmas de las manos, llevárselas a los labios, inclinar levemente la cabeza y, cerrando los ojos, inspirar sonora y profundamente, antes de retomar de nuevo la palabra. Nos hacía percibir la respiración de la verdad.

Acabó el juicio. El tiempo pareció quedar suspendido. Todo el mundo guardaba silencio. El silencio necesario para asimilar lo allí ocurrido.

El rostro del Magistrado, que había sido de cansina indiferencia al principio de la vista oral, traslucía ahora una mezcla de asombro y cavilación. Dirigió unas palabras a los alumnos, con las que vino a decir que tendría que estudiar a fondo el asunto para dictar Sentencia.

Los estudiantes empezaron a cuchichear asombrados. Estaban convencidos de que el abogado recurrente llevaba la razón; la Sentencia le tenía que ser favorable, porque con su alegato los había persuadido a ellos y al Juez. Así me lo comentaron cuando salimos. Para ellos, la actuación del letrado había sido soberbia.

Este que he intentado diseccionar fue el momento que vivimos entonces.

Me dí cuenta, empero, de que si para alguien aquel momento resultaba una experiencia única, un instante realmente irrepetible, fue para mí. Además de observar el efecto de un buen alegato en el público, supuso un perfecto colofón para la práctica; no cabe duda de que los estudiantes aprendieron mucho. Me permitió también contemplar, como acaso nunca, el efecto del discurso de un abogado en el Juez. Y, más aún, consiguió que este humilde letrado descreído recuperase momentáneamente un pedacito de fe en la oratoria.


Estrambote discreto y/o pseudoepílogo

No hace mucho me encontré con aquel joven abogado, antiguo alumno, que defendió con nervios al sancionado por la infracción de tráfico. Recordamos aquello, y me confesó que aquel había sido su primer juicio. Menudo estreno: con la sala abarrotada de un público constituido por alumnos de tu antigua Facultad y, encima, con uno de los profesores que tuviste en materia de Derecho Administrativo.

Lo ganó.

Imagino que el lector se preguntará qué ocurrió con el pleito de la empresa sancionada por la inspección ¿Consiguió el abogado, con su simpar alegato, una Sentencia favorable?

Yo también me lo pregunté. Pero nunca llegué a planteárselo al Magistrado.

 

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El informe (que no lo es)


Aún recuerdo bien el desconcierto que me producía aquello en mis inicios en la abogacía, cuando defendía mis primeros juicios. Una vez celebradas ya todas las pruebas y fijadas de manera definitiva las posiciones de cada una de las partes, justo cuando tenías los nervios a flor de piel, porque te disponías a realizar la intervención más relevante que, pensabas, tiene un abogado en una vista, los jueces te decían, más o menos solemnemente: «Sr. Letrado, para informe».

Y es que, en puridad, así es. La denominación legal y tradicional del discurso en el que cada parte defiende sus posiciones recapitulando lo ocurrido a lo largo del juicio es la de «informe». Repasemos si no:

Bien es verdad que las leyes procesales más recientes introducen también la variante «conclusiones». Así, el art. 433.2 de la LEC (para la determinación de los hechos), el art. 78.19 de la LJCA (para las vistas de los procedimientos abreviados) y el art. 87.4 de la Ley de la Jurisdicción Social.

En todo caso, las normas procesales coinciden en intentar sujetar lo más posible el informe a la estructura de hechos y fundamentos de derecho que tienen las demandas (o los escritos de calificación penales) y sus contestaciones, sin que se puedan solicitar en ese momento pretensiones diferentes a las ya formuladas.

Esta denominación es también la acogida por la Real Academia Española. En la definición de informe en su Diccionario (DRAE) figura, como tercera acepción, y referida precisamente al mundo del Derecho, la de «exposición total que hace el letrado o el fiscal ante el tribunal que ha de fallar el proceso».

¿Por qué pues mi desconcierto? Sin descartar que el principal factor de sorpresa entonces fuera mi bisoñez en el foro, el caso es que la palabra informe no me cuadra bien para un discurso de defensa en juicio.

El informe tiene la clara connotación de ser aséptico, meramente descriptivo. Por algo, en su primera acepción, el DRAE lo define como una «descripción, oral o escrita, de las características y circunstancias de un suceso o asunto». En los procedimientos administrativos y legislativos, un informe es una declaración de juicio emitida por un órgano en relación con determinados aspectos que plantea ese procedimiento. Además, la emisión de informes es más propia de otras y múltiples profesiones que no son la de abogado: médicos, científicos, peritos varios, detectives privados… Es más, estas dos clases de informes (como actuación en el procedimiento para ayudar en que la toma de decisiones sea más acertada, y como soporte de la prueba pericial), aparecen mencionados, con esos sentidos, de manera mucho más numerosa en las leyes procesales. Es decir, el propio legislador tiende a usar «informe» con otros significados que no son el de discurso final.

Pero entonces, ¿qué otra palabra se podría utilizar? Para mí, hay una mucho más adecuada a la función que cumplimos en esta parte del juicio: «alegato».

Curiosamente, la Real Academia Española tiene varias acepciones en la definición de alegato en el DRAE, y asimismo incluye una aplicable al mundo jurídico. Para el DRAE, en Derecho el alegato es el «escrito en el cual expone el abogado las razones que sirven de fundamento al derecho de su cliente e impugna las del adversario» (una definición que, por cierto, podría servir para la demanda y su contestación, o para un recurso). Fijémonos en las diferencias que la Academia ve, jurídicamente, entre informe y alegato: el alegato no es verbal, sino escrito; no es total, por lo que no tiene por qué ser al final del proceso; y, además, corresponde solo a los abogados, no al fiscal. No encuentro esta diferenciación en las normas procesales españolas, en las cuales (salvo error por mi parte) no aparece en parte alguna la palabra alegato, ni con este significado ni con ningún otro.

Pero lo que es todavía más llamativo y sorprendente es que, como primera acepción, y no referida expresamente al mundo jurídico, el DRAE establece que el alegato es un «argumento, discurso, etc., a favor o en contra de alguien o algo». Es decir, aquí sí, justo lo que los abogados hacemos al final del juicio. Y por cierto, lo que recogen bajo tal denominación las Reglas de procedimiento y prueba de la Corte Penal Internacional (regla 141.2).

Para mi gusto alegato suena más clásico. Remite a los discursos forenses señeros y ejemplares. Además, realizar un alegato resulta algo más propio y singular de los abogados que hacer un informe. Y por último, parece tener una connotación de unirnos más al cliente; no meramente de exponer unas conclusiones más o menos asépticas, sino de hablar en su favor.

Y hasta aquí mi pequeño informe sobre el informe, o, mejor, mi alegato por el alegato.

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Lo nuestro (solo) es …


En cierta ocasión formé parte, junto con otros abogados, jueces y secretarios, del tribunal constituido en nuestro Colegio de Abogados para evaluar a quienes realizaban la llamada prueba CAP (Certificado de Aptitud Profesional) de la Abogacía. La prueba en cuestión consistía en presentar oralmente un informe final de un caso ante el tribunal, tribunal que fingidamente era de justicia pero que en realidad era examinador. Algunos de los aspirantes realizaron ese informe exponiendo de manera rápida y exhaustiva, con pausas apenas para coger aire, los argumentos de defensa y su fundamentación jurídica. Pero sin asomo alguno de arte oratoria, sino tal y como si estuvieran «cantando» de manera monocorde un tema de las oposiciones a judicatura. Cuando estos alumnos acababan la prueba, invariablemente los jueces de nuestro tribunal se deshacían en elogios hacia ellos y proponían las máximas calificaciones. Los abogados nos limitábamos a mirarnos, entre sorprendidos, escépticos y resignados.

Mi primera impresión fue que estos alumnos, tan conocedores del Derecho como aparentemente faltos de retórica, no deberían ser quienes tuvieran las mejores notas en esta prueba. Pero, pensándolo bien, quizás su actuación fuera la más correcta, porque era una prueba donde uno tiene que mostrar al tribunal (que es meramente evaluador) lo que sabe. Y, yendo un poco más allá, todavía fuera más efectiva si cabe en este concreto caso, cuando el tribunal lo conformaban también antiguos opositores que examinan siguiendo, consciente o inconscientemente, los parámetros de su oposición superada. Así que, lo que en principio parecía fuera de lugar, podía acabar siendo lo más adecuado, dadas las circunstancias y la composición del tribunal.

Al final, esta cavilación sobre objetivos aparentes y verdaderos me llevó a plantearme  una pequeña reflexión, cuestionadora de nuestra auténtica meta cuando realizamos actuaciones como abogados en las vistas orales reales. Porque, ¿cuál es la finalidad esencial de nuestros alegatos?

Desde luego, no lo es demostrar lo mucho que sabemos, puesto que los juicios, los de verdad, no son reválidas ni exámenes. Tampoco lo es la consecución de la justicia absoluta, porque no somos imparciales, sino defensores de la justicia de una parte. Ni por supuesto ser brillantes en la oratoria, como si estuviéramos en un concurso de debates; o incluso que el cliente quede satisfecho con nuestro discurso.

Creo que lo nuestro es convencer. Convencer a una persona, el Juez, para que le dé la razón a nuestro cliente. Esa es la meta final y única de toda nuestra actuación en el proceso.

Por supuesto que a este objetivo de convencer nunca llegaremos sin tener previamente un conocimiento exhaustivo del caso, del Derecho y de la técnica jurídica. En los juicios no somos vendedores, ni, con permiso de nuestros compañeros del marketing jurídico, meros publicitarios de nuestra marca. Somos juristas. O, cuando menos, técnicos del Derecho.

Pero que podamos lograr convencer al juzgador, el cual habitualmente es una sola persona, requiere, fundamentalmente, que conozcamos la psicología de ese juez en particular. Si es más o menos garantista, si escucha con atención o tiende a distraerse, si huye de las dificultades o, por el contrario, le apasionan los retos, si es de lo que toman notas o de los que hacen dibujitos, si valora especialmente los aspectos humanos del caso…

Y además, nuestra meta nos va a demandar flexibilidad para adaptar nuestra actuación a cualquier circunstancia: lo temprano o tardío de la hora del juicio, el cansancio de su señoría, la mayor o menor oposición de los contrarios, etc. Incluso, por qué no, en algún caso esa conveniente flexibilidad nos puede llevar a la aplicación de las insólitas artes de aquel hipopótamo del chiste heideggeriano, si fuera menester.

¡Eso sí que es estilo!

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¡Dios mío! Pero… ¿dónde me siento yo?



He aquí una de las más terribles pesadillas que nos asaltan cuando nos enfrentamos a nuestros primeros juicios: !!no sé ni dónde tengo que sentarme¡¡ ¿arriba o abajo? ¿a la derecha o a la izquierda?

Ante todo, hay que quitar dramatismo a esta cuestión, porque no es algo esencial ni tan importante como, en la angustia de nuestro desconocimiento, nos imaginamos. Uno no es mejor o peor abogado por no saber dónde ubicarse. Ni depende de ello el resultado del pleito. Se trata de temores infundados y magnificados.

Además, la pregunta tiene una contestación bien sencilla: hay que sentarse donde determine el Juez o el Presidente del Tribunal. Así de simple.

(Eso sí, hay que actuar sentado. Lo de hacer el alegato de pie, mejor dejarlo para las películas americanas o se corre el riesgo de hacer el ridículo, como según una leyenda urbana, le ocurrió a algún compañero).

Lo que dice la Ley.

Como uno tiene tendencias legalistas, cuando empezaba busqué cómo estaba regulada esta cuestión. Si no me equivoco, no existe mención concreta alguna en las leyes de procedimiento. Las únicas referencias están en el art. 187. 2 de la LOPJ , en el art. 38.1 del Estatuto General de la Abogacía, e, indirectamente, en el art. 59.5 y 6 del Reglamento Orgánico del Estatuto del Ministerio Fiscal.

El citado precepto de la LOPJ establece que los Abogados, al igual que los Jueces, Magistrados, Fiscales, Secretarios y Procuradores, ocuparán un lugar en los «estrados» y «se sentarán a la misma altura». Así pues, tenemos que situarnos en los estrados, es decir en la tarima algo elevada que constituye el lugar de honor en la sala, no en los primeros bancos. Y hacerlo sentados, al mismo nivel que el resto de juristas intervinientes.

El Estatuto General de la Abogacía es un poco menos parco, como corresponde a su condición de norma reglamentaria. Además de que los Letrados estén sentados al mismo nivel que los Jueces, precisa que tendrán «delante de sí una mesa«. Y que se deben situar «a los lados del Tribunal de modo que no den la espalda al público» (otra vez tendremos que olvidarnos de las películas americanas). Por ultimo, el Estatuto hace hincapié en la consideración debida a nuestra profesión, recordando que nuestra ubicación en la sala debe producirse «siempre con igualdad de trato que el Ministerio Fiscal o la Abogacía del Estado».

Si en la vista interviene un Fiscal, en su Reglamento (de incierta aplicación, ya que es preconstitucional, por lo que en parte puede entenderse derogado por la Constitución y por la Ley del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal) hay unas reglas más precisas sobre su ubicación, que están en función de la categoría del interviniente dentro de la carrera fiscal.

Claro que con lo anterior no es suficiente para saber en qué lado de los estrados nos tenemos que sentar. Entonces, ¿dónde está la solución jurídica?

Entiendo que la respuesta correcta estriba en considerar que la ubicación concreta, a un lado o a otro, corresponde a la potestad de ordenación de las vistas que el art. 190.1 de la LOPJ le atribuye al Presidente (la llamada «policía de estrados»). Así, dentro del «mantenimiento del orden» en la Sala, que corresponde al Presidente del Tribunal o al Juez, puede entenderse comprendida esta cuestión y a tales efectos éste se encuentra habilitado legalmente para acordar «lo que proceda». O sea, para poder decidir, entre otras cuestiones, en qué lado concreto se sientan los juristas intervinientes.

Creo que esta opción resulta mejor que si esto se hubiera determinado en detalle en una norma reglamentaria, o en acuerdos internos de las Salas de Gobierno. Porque entonces debería haberse pormenorizado mucho en la norma, sin que seguramente se hubiera podido llegar a contemplar todos los casos posibles. Es preferible, porque resulta mucho más ágil, dejarlo al criterio del Juez.

De este modo, es cada Juez o Tribunal quien determina nuestra ubicación concreta según su criterio. Como ese criterio, una vez establecido, se suele seguir de forma habitual en cada Juzgado, a veces se dice, yo creo que de forma poco precisa técnicamente, que estamos ante un uso procesal, o incluso ante una costumbre. Jurídicamente, no es uso ni costumbre, sino potestad del Juez o Tribunal.

En cualquier caso, cada Juzgado o Tribunal puede tener su propio parecer. Es fácil comprobarlo cuando intervienes en varios partidos judiciales. Por ejemplo en la foto del encabezado de esta entrada, en una vista ante el Tribunal Supremo, el Fiscal (identificable por las puñetas) se sienta a la izquierda del Tribunal. Pero en cambio en esta otra foto de más abajo, se observa como en un juicio en una Audiencia Provincial, el Fiscal, por el contrario, se coloca a la derecha del Tribunal. En los Juzgados de lo Penal de mi ciudad se sienta a la izquierda. Y en los Juzgados de Instrucción, en unos a la derecha y en otros a la izquierda.

Juicio en AP Badajoz

Qué hacer en la práctica.

En la práctica, la manera de saberlo es presenciando vistas en ese Juzgado en días anteriores. Si no fuera posible, hay que observar, en el mismo día, cómo se desarrollan los juicios anteriores al nuestro.

Y como cabe la posibilidad de que tampoco podamos hacer esto último, basta con no perder la calma y preguntar.

Sin agobios, con tranquilidad. También aquí está presente el estilo.

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