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Alumbrar la denominación que ha de tener el título de una norma, y acertar a hacerlo con elegancia y precisión, es todo un arte. Ahí tenemos, cual faros, algunas de las leyes más conocidas de nuestro pasado. Con sus títulos, ya clásicos, bien sonoros y breves, pero plenamente expresivos, a simple vista, de su contenido: Código Civil, Código Penal, Código de Comercio. O, ya con títulos un poco más largos, Estatuto de los Trabajadores, Ley de Procedimiento Administrativo, Ley de Contratos del Estado.
En esta entrada veremos el estilo a seguir en la elección del título o denominación de las normas jurídicas. Se trata de la última entrada de una serie en la que hemos ido tratando todos los aspectos presentes en la denominación oficial de las normas: la manera de designar el tipo de norma, la configuración de su numeración y fecha y la ortografía a seguir en su titulación. Una buena parte de las ideas que se vierten aquí me las ha sugerido la lectura del artículo «Título de las leyes y homogeneidad» de José Luis Martín Moreno.
La titulación, según las Directrices de técnica normativa
Empezamos por analizar cómo se enfoca este tema en las vigentes Directrices de técnica normativa, esa especie de manual de estilo para todos los legisladores. Las Directrices tratan la cuestión de la elección de los títulos de las normas en su apartado I.b.7), bajo el epígrafe de «nominación».
El objetivo que debe perseguir la denominación de la ley es doble. En primer lugar, el título de la norma debe «permitir identificarla», es decir, que se pueda diferenciar nítidamente de cualquier otra ya existente, sin dar lugar a equívocos. Y en segundo lugar, tiene que «describir su contenido esencial», de tal manera que la simple lectura del título nos permita hacernos una idea lo más precisa posible de su contenido específico; se busca aquí tanto la expresividad del título como la singularización de la materia.
Para conseguir ese doble objetivo, las Directrices recomiendan que la redacción del nombre sea «clara y concisa». Mientras más corto, y al mismo tiempo completo y exacto, mejor. Hay que despojar al título de adjetivaciones superfluas.
Además, las Directrices vetan la inclusión en el título de «descripciones propias de la parte dispositiva». Es decir, se trata de dejar para el texto de la norma lo que es propio de esa parte, y no del título.
Aunque es lo cierto que a veces se sigue encontrando uno con títulos de leyes muy cortos y verdaderamente descriptivos, al estilo clásico de antaño (Ley Concursal, Ley del Cine, Ley de Caza), esto ha dejado ya de ser ya lo habitual, como se verá a continuación.
Algunos problemas de estilo que plantea la titulación de las normas en la actualidad
Con los mimbres antes descritos, titular leyes hoy es labor ardua. Creo que las dificultades actuales provienen, esencialmente, de la conflictiva confluencia de dos vectores enfrentados: la necesidad de alcanzar la mayor seguridad jurídica posible, frente a la búsqueda, al mismo tiempo, de la claridad y la concisión. A continuación se exponen, muy sucintamente, cuáles son algunos de los problemas concretos planteados.
Las normas que modifican otras anteriores
Esta dificultad viene dada por algo que está prescrito en las propias Directrices de técnica normativa. Y es que. según dichas Directrices, en caso de tratarse de una disposición modificativa, el nombre «deberá indicarlo explícitamente, citando el título completo de la disposición modificada». Así, las únicas leyes con una denominación original serán las primeras dictadas en una materia, o las que las sustituyen por completo. Todas las que se limitan a modificar parcialmente las anteriores suelen limitar su denominación a «Ley por la que se modifica la Ley…».
He aquí un buen ejemplo de esto, en el que se pueden apreciar los problemas que se originan: la Ley Orgánica por la que se modifica la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial. O mejor dicho, las Leyes Orgánicas que modifican, porque ha habido más de diez normas con este mismo título desde 1985. Es verdad que con estas denominaciones se identifica claramente la ley objeto de modificación. Pero se presta a confusión la identificación de la ley modificadora. Y, sobre todo, dicho título nada nos indica sobre el otro objetivo que tiene la denominación de las leyes: la descripción de su contenido material. Esta carencia se ha paliado por el legislador, en ocasiones, indicando adicionalmente en el título cuál era el principal objetivo de la reforma; así: Ley Orgánica de reforma de la Ley Orgánica 6/1985, del Poder Judicial, sobre medidas urgentes en aplicación del Pacto de Estado en materia de violencia de género, o Ley Orgánica de reforma del Consejo General del poder Judicial, por la que se modifica la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio del Poder Judicial.
Las leyes de contenido heterogéneo
Una de las peculiaridades de la técnica legislativa de un tiempo a esta parte es la existencia de textos normativos que, bien por el apresuramiento del legislador (cuando no, directamente, por su mala fe), bien por imperativo de la transposición de normas comunitarias, tienen un contenido notablemente heterogéneo, imposible de reducir a una unidad. Muchos recordamos el caso de la llamada «Ley ómnibus», aprobada para transponer (parcialmente) la Directiva Bolkestein, que supuso la modificación de más de 100 normas estatales y autonómicas.
Ante esta realidad, ¿cómo buscar en tales ocasiones la necesaria congruencia entre el título y el contenido de la disposición? Puede haber diferentes estrategias.
Una es indicar, de manera separada por comas, cada una de las diferentes materias de la ley. Siempre que esto sea posible sin hacer interminable o inentiligible el título, claro. Un ejemplo: la Ley por la que se regula el estatuto del miembro nacional de España en Eurojust, los conflictos de jurisdicción, las redes judiciales de cooperación internacional y el personal dependiente del Ministerio de Justicia en el Exterior.
Otra estrategia diferente es usar un título tan vago que en él pueda caber de todo, al estilo de un cajón de sastre. Como ejemplo acabado de esto, un clásico que se repite todos los años: la Ley de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social (la Ley de acompañamiento de los Presupuestos Generales del Estado).
Y también está el remedio de acudir a nombrar aquello por lo cual se hace obligado dictar la norma heterogénea. Como en el caso de la ya citada «Ley ómnibus», que se tituló Ley de modificación de diversas leyes para su adaptación a la Ley sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio.
Las normas de transposición del Derecho de la Unión Europea
Las Directivas de la Unión Europea requieren (salvo contadas excepciones) su incorporación a nuestro Derecho interno mediante la aprobación de la correspondiente norma jurídica de transposición. En todas las Directivas se incluye expresamente la obligación del Estado miembro de hacer referencia, en la norma de transposición, a la Directiva que es objeto de incorporación. No obstante, la forma en que se plasma dicha referencia es algo que corresponde establecer a cada Estado miembro.
En el caso de España, las Directrices de técnica normativa prevén que la mención a la Directiva transpuesta se haga en una de las Disposiciones Finales de la norma con la siguiente fórmula: «Mediante esta ley se incorpora al derecho español la Directiva….».
Pese a ello, en bastantes ocasiones el legislador lleva la referencia a la Directiva transpuesta al propio título de la norma, lo que lo hace más farragoso. Un ejemplo reciente es la Ley de Contratos del Sector Público, por la que se transponen al ordenamiento jurídico español las Directivas del Parlamento Europeo y del Consejo 2014/23/UE y 2014/24/UE, de 26 de febrero de 2014. Como es lógico, las gentes del Derecho, en la práctica diaria, han prescindido de la parte del título que se refiere a las Directivas.
Hasta aquí el atento lector habrá podido comprobar que titular normas es un arte, sí. Y, como en casi todo arte, nuestra mejor referencia debiera ser lo clásico.
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