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Proclamados los Premios Blogs Jurídicos de Oro 2022 (4ª Edición) — delaJusticia.com


Merced a la entrada Apología de la brevedad en los escritos procesales, el jurado de los Premios Blogs Jurídicos de Oro 2022 ha considerado al blog Estilo jurídico como merecedor de figurar entre los «siete magníficos», aquellos blogs que «encarnan liderazgo, valores, ciencia y buen gusto».

Es una noticia que me llena de alegría. Siento un orgullo especial, por la excelencia de quienes me acompañan en el grupo. Agradezco enormemente al jurado el que hayan seleccionado mi blog para pertenecer a este selecto pelotón. Muchas gracias también a quienes participaron en el proceso de propuesta y votación. Y felicidades a los premiados y a quienes llegaron a la semifinal. Difícil lo tenía el jurado para escoger a los ganadores.

Iniciativas como esta nos espolean a todos a mejorar la calidad de nuestros blogs. El esfuerzo de organización que supone es digno de encomio y admiración. Espero veros a todos en Salamanca el próximo 6 de febrero para poder daros un abrazo en persona.

En cumplimiento de la convocatoria de los PREMIOS BLOGS JURÍDICOS DE ORO 2022 (4ª Edición), promovidos por el Grupo Globoversia, comunidad de intereses culturales no lucrativos, con el patrocinio de la Editorial Amarante, así como de la Fundación Automáticos Tineo, y tras la sesión de deliberación de la Comisión constituida en Jurado mediante plataforma telemática celebrada el…

Proclamados los Premios Blogs Jurídicos de Oro 2022 (4ª Edición) — delaJusticia.com
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Un mapa de Estilo jurídico


Si algo pudiera tener de especial este blog no es el que trate cuestiones problemáticas de la actualidad jurídica. Ni el que sus entradas aparezcan con estricta regularidad. No.

Desde su arranque en el verano de 2014, con la intención de publicar una entrada cada quince días, en pocas ocasiones se han cumplido con regularidad las entregas, sino que se han demorado en el tiempo mucho más de lo deseable. Pero esto, que se suele señalar como el mayor pecado en el que pueden caer los blogueros, puede que no sea tan determinante aquí (o al menos con ese pensamiento me consuelo).

Porque las cuestiones tratadas se pueden calificar como «de fondo»: intemporales, en general no versan sobre la coyuntura jurídica, ni dependen de cambios legislativos o jurisprudenciales.

Como un cuaderno de bitácora tiene la finalidad de reflejar la derrota seguida en la navegación, no debería ser complicado descubrir en un blog un hilo conductor, unos hitos en su navegación. En el caso de este blog: el profundizar en algunas cuestiones que me preocupan o me interesan, en el ámbito de la escritura de textos jurídicos.

Pero, dado el tiempo transcurrido, resulta quizás aconsejable (también para mi propia orientación, incluso) manejar un índice, mapa o brújula para navegar esta bitácora. A continuación, despliego este plano señalando las principales categorías en las que se agrupan las entradas y dentro de cada una los posts que tienen un especial significado para mí (no necesariamente los que considero mejores o más útiles).


Introducción al Derecho

Esta categoría agrupa las entradas sobre cuestiones básicas de Derecho (y de la comprensión inicial del tecnolecto jurídico) por las cuales quizá se suele pasar un tanto de puntillas en la enseñanza oficial. Tienen en común su vocación pedagógica, su relación con la expresión certera, y el que pueden resultar provechosas a quienes no tienen conocimientos jurídicos previos (pero especialmente a estudiantes universitarios de la asignatura homónima).

«El nombre (exacto) de las normas» ilustra la no siempre clara relación de la denominación oficial literal de las normas con su tipología normativa. Muy útil, creo, para orientarse con propiedad entre las clases de normas jurídicas de nuestro Ordenamiento.

Creo que es recomendable completar la entrada antes citada con la serie de dos entradas sobre la titulación de las normas, en las que se analizan con bastante detalle las cuestiones (ortográficas y de estilo) que se plantean a la hora de establecer la denominación oficial de las normas. Y también con la entrada «La numeración y fecha de las normas», que aporta alguna curiosidad interesante.

Otras entradas reseñables en esta categoría, que pueden servir para ponernos al día a quienes estudiamos Derecho hace mucho tiempo, me parece que son «10 enunciados sobre las fuentes del Derecho que (quizás) ya no valen (o quizás sí)» y «Ley de Bases ≠ Ley básica».


Léxico jurídico

La terminología jurídica centra otra de las categorías principales del blog. Con la pretensión de aclarar vocablos que pueden resultar oscuros, averiguar cuál es su recta utilización y romper una lanza a favor de escribir cada vez más claro.

Hay un buen número de entradas en esta categoría, como ocurre con «Solicitud no es petición», «Recurso / Reclamación» y otras tantas, destinadas a deslindar dos términos que pudieran parecer como sinónimos, pero que en el vocabulario jurídico presentan matices importantes que todo aspirante a escribir bien en Derecho (o simplemente a entender el Derecho) debe conocer.

No obstante, como se aprecia en las entradas dedicadas al otrosí, el que uno propugne la claridad en el lenguaje jurídico no resulta obstáculo para revindicar aquellos términos propios del Derecho cuyo uso sí que sigue teniendo un evidente (al menos para mí) sentido práctico.


Estilo de escritura procesal

Esta es la categoría dedicada propiamente a las cuestiones de estilo, aquellas que se nos suelen plantear cuando redactamos escritos procesales. En este blog, humildemente, se pretende dar respuesta, desde mi experiencia, a varias de ellas.

Algunas de las entradas que me parecen especialmente conseguidas y aprovechables son la serie de cuatro sobre el arte de alegar jurisprudencia, una problemática en la que, creo, nos falta formación a los abogados. O esta otra serie que versa sobre algunas dudas tontas (fundamentalmente ortográficas).

También, como partidario del lenguaje desprovisto de artificio, emprendo en varias entradas mi particular cruzada contra los «formulismos abogadiles». Y, consecuentemente, en la opción entre suplico y solicito lo tengo claro.


Algunos destinatarios específicos

Para indicar qué concretos grupos de lectores pueden sacar más provecho de ciertas entradas, el blog tiene diversas etiquetas aplicables:


Alguna vez he dicho, basándome en mi experiencia con esta bitácora digital, que un blog, antes que nave que tenga marcado un rumbo fijo, se asemeja más a una botella con mensaje que uno lanza al proceloso océano y acaba arribando a quién sabe qué costas y qué lectores. Así ha resultado ser este. Venturosamente.

En fin, invito a los lectores a descubrir (o seguir leyendo) este blog y a recomendarlo. Y también les exhorto a indicarme nuevos temas que tratar por aquí.

P. S.: No quiero dejar de dirigir un especial saludo a mis amigos traductores. Nunca había pensado en ellos como destinatarios de lo que yo quería escribir, pero he aquí que, para mi sorpresa y sin yo pretenderlo, parece que estas letras les son especialmente útiles. Me congratulo de ello.

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General, Léxico jurídico

Abogado, traductor


Los abogados somos traductores, de eso no debería caber duda alguna. Unos traductores permanentes, siempre en constante ejercicio de nuestro arte traslatorio. Y muy especiales: una parte importante de nuestro trabajo consiste en traducir del lenguaje jurídico al lenguaje usual comprensible por nuestros clientes.

Pero también lo somos, y esto es algo que se suele olvidar, en el sentido inverso. Quiero decir: los abogados estamos obligados a entender el lenguaje usual de los clientes, para luego trasladarlo al jurídico, y así conseguir armar nuestro caso y explicarlo ante los tribunales.

Lo más peculiar de este entendimiento del lenguaje común (para su posterior traslación al lenguaje jurídico) es que resulta objeto de un aprendizaje singular. Porque no puede tratarse de un aprendizaje reglado ni impartido en la Universidad, sino que tiene que ser, forzosamente, vivido. Si la Universidad es, sobre todo, enseñanza del lenguaje jurídico, ese otro lenguaje popular, aunque aplicado a los problemas jurídicos, no tiene cabida allí. Hay que aprenderlo en otro lugar y por uno mismo.

Lo cual me lleva a recordar mis inicios en la profesión, recién salido de la Facultad, cuando comenzaba como abogado de agricultores en la Extremadura rural de comienzos de los años 90 del pasado siglo. Entonces, como todo abogado novel, tuve que aprender a descifrar el vocabulario especial (casi una jerga pseudojurídica) de quienes eran mis primeros clientes. Es claro que sin comprender cabalmente lo que nos dicen los clientes no se puede ejercer la abogacía.

Si he mencionado antes el contexto social y temporal es porque el mismo es determinante de cómo las gentes usan su propio léxico «jurídico» adaptado, a su modo y manera, a sus circunstancias. En este caso, al nivel de estudios de la clientela, que solían ser primarios, se unían las reminiscencias de instituciones jurídicas del régimen anterior.

Así, cuando alguien venía quejándose de que no le habían ingresado la «paga del 18 de julio», se refería a la paga extraordinaria de verano. Cobrar “los puntos” era cobrar la prestación familiar de Seguridad Social por hijo a cargo. El “sello grande” y el “sello pequeño” eran los nombres usuales de las cotizaciones al Régimen Especial Agrario de la Seguridad Social, por cuenta propia y por cuenta ajena, respectivamente.

La prestación contributiva por desempleo era “el sindicato” (aún hoy barajo varias teorías para explicar el origen de tan peculiar denominación, sin que haya llegado a una conclusión definitiva). Y quien cobraba la “prórroga” estaba cobrando el subsidio por desempleo.

Muchos querían que la “media paga” (Invalidez Permanente Total) que venían cobrando, en cantidades misérrimas, se convirtiera en la “paga entera” (Invalidez Permanente Absoluta).

Y si a uno le habían “despropiado”, era que había sufrido una expropiación forzosa de sus bienes. Cuya titularidad muchas veces sólo podía acreditarse con los «recibos de la contribución» (justificantes de pago del Impuesto sobre Bienes Inmuebles)…


No fue este un aprendizaje difícil. Tan sólo había que averiguar qué querían decir los clientes. Para ello bastaba, la mayoría de las veces, con preguntarles delicadamente a ellos, pidiendo disculpas por mi ignorancia (o, en ocasiones, intentando disimularla).

Y así fue uno haciéndose al oficio de abogado. Y en consonancia, al de traductor. En todos sus sentidos.

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La titulación de las normas (y II): estilo


Alumbrar la denominación que ha de tener el título de una norma, y acertar a hacerlo con elegancia y precisión, es todo un arte. Ahí tenemos, cual faros, algunas de las leyes más conocidas de nuestro pasado. Con sus títulos, ya clásicos, bien sonoros y breves, pero plenamente expresivos, a simple vista, de su contenido: Código Civil, Código Penal, Código de Comercio. O, ya con títulos un poco más largos, Estatuto de los Trabajadores, Ley de Procedimiento Administrativo, Ley de Contratos del Estado.

En esta entrada veremos el estilo a seguir en la elección del título o denominación de las normas jurídicas. Se trata de la última entrada de una serie en la que hemos ido tratando todos los aspectos presentes en la denominación oficial de las normas: la manera de designar el tipo de norma, la configuración de su numeración y fecha y la ortografía a seguir en su titulación. Una buena parte de las ideas que se vierten aquí me las ha sugerido la lectura del artículo «Título de las leyes y homogeneidad» de José Luis Martín Moreno.


La titulación, según las Directrices de técnica normativa

Empezamos por analizar cómo se enfoca este tema en las vigentes Directrices de técnica normativa, esa especie de manual de estilo para todos los legisladores. Las Directrices tratan la cuestión de la elección de los títulos de las normas en su apartado I.b.7), bajo el epígrafe de «nominación».

El objetivo que debe perseguir la denominación de la ley es doble. En primer lugar, el título de la norma debe «permitir identificarla», es decir, que se pueda diferenciar nítidamente de cualquier otra ya existente, sin dar lugar a equívocos. Y en segundo lugar, tiene que «describir su contenido esencial», de tal manera que la simple lectura del título nos permita hacernos una idea lo más precisa posible de su contenido específico; se busca aquí tanto la expresividad del título como la singularización de la materia.

Para conseguir ese doble objetivo, las Directrices recomiendan que la redacción del nombre sea «clara y concisa». Mientras más corto, y al mismo tiempo completo y exacto, mejor. Hay que despojar al título de adjetivaciones superfluas.

Además, las Directrices vetan la inclusión en el título de «descripciones propias de la parte dispositiva». Es decir, se trata de dejar para el texto de la norma lo que es propio de esa parte, y no del título.

Aunque es lo cierto que a veces se sigue encontrando uno con títulos de leyes muy cortos y verdaderamente descriptivos, al estilo clásico de antaño (Ley Concursal, Ley del Cine, Ley de Caza), esto ha dejado ya de ser ya lo habitual, como se verá a continuación.


Algunos problemas de estilo que plantea la titulación de las normas en la actualidad 

Con los mimbres antes descritos, titular leyes hoy es labor ardua. Creo que las dificultades actuales provienen, esencialmente, de la conflictiva confluencia de dos vectores enfrentados: la necesidad de alcanzar la mayor seguridad jurídica posible, frente a la búsqueda, al mismo tiempo, de la claridad y la concisión. A continuación se exponen, muy sucintamente, cuáles son algunos de los problemas concretos planteados.


Las normas que modifican otras anteriores

Esta dificultad viene dada por algo que está prescrito en las propias Directrices de técnica normativa. Y es que. según dichas Directrices, en caso de tratarse de una disposición modificativa, el nombre «deberá indicarlo explícitamente, citando el título completo de la disposición modificada». Así, las únicas leyes con una denominación original serán las primeras dictadas en una materia, o las que las sustituyen por completo. Todas las que se limitan a modificar parcialmente las anteriores suelen limitar su denominación a «Ley por la que se modifica la Ley…».

He aquí un buen ejemplo de esto, en el que se pueden apreciar los problemas que se originan: la Ley Orgánica por la que se modifica la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial. O mejor dicho, las Leyes Orgánicas que modifican, porque ha habido más de diez normas con este mismo título desde 1985. Es verdad que con estas denominaciones se identifica claramente la ley objeto de modificación. Pero se presta a confusión la identificación de la ley modificadora. Y, sobre todo, dicho título nada nos indica sobre el otro objetivo que tiene la denominación de las leyes: la descripción de su contenido material. Esta carencia se ha paliado por el legislador, en ocasiones, indicando adicionalmente en el título cuál era el principal objetivo de la reforma; así: Ley Orgánica de reforma de la Ley Orgánica 6/1985, del Poder Judicial, sobre medidas urgentes en aplicación del Pacto de Estado en materia de violencia de género, o Ley Orgánica de reforma del Consejo General del poder Judicial, por la que se modifica la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio del Poder Judicial.


Las leyes de contenido heterogéneo

Una de las peculiaridades de la técnica legislativa de un tiempo a esta parte es la existencia de textos normativos que, bien por el apresuramiento del legislador (cuando no, directamente, por su mala fe), bien por imperativo de la transposición de normas comunitarias, tienen un contenido notablemente heterogéneo, imposible de reducir a una unidad. Muchos recordamos el caso de la llamada «Ley ómnibus», aprobada para transponer (parcialmente) la Directiva Bolkestein, que supuso la modificación de más de 100 normas estatales y autonómicas.

Ante esta realidad, ¿cómo buscar en tales ocasiones la necesaria congruencia entre el título y el contenido de la disposición? Puede haber diferentes estrategias.

Una es indicar, de manera separada por comas, cada una de las diferentes materias de la ley. Siempre que esto sea posible sin hacer interminable o inentiligible el título, claro. Un ejemplo: la Ley por la que se regula el estatuto del miembro nacional de España en Eurojust, los conflictos de jurisdicción, las redes judiciales de cooperación internacional y el personal dependiente del Ministerio de Justicia en el Exterior.

Otra estrategia diferente es usar un título tan vago que en él pueda caber de todo, al estilo de un cajón de sastre. Como ejemplo acabado de esto, un clásico que se repite todos los años: la Ley de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social (la Ley de acompañamiento de los Presupuestos Generales del Estado).

Y también está el remedio de acudir a nombrar aquello por lo cual se hace obligado dictar la norma heterogénea. Como en el caso de la ya citada «Ley ómnibus», que se tituló Ley de modificación de diversas leyes para su adaptación a la Ley sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio.


Las normas de transposición del Derecho de la Unión Europea

Las Directivas de la Unión Europea requieren (salvo contadas excepciones) su incorporación a nuestro Derecho interno mediante la aprobación de la correspondiente norma jurídica de transposición. En todas las Directivas se incluye expresamente la obligación del Estado miembro de hacer referencia, en la norma de transposición, a la Directiva que es objeto de incorporación. No obstante, la forma en que se plasma dicha referencia es algo que corresponde establecer a cada Estado miembro.

En el caso de España, las Directrices de técnica normativa prevén que la mención a la Directiva transpuesta se haga en una de las Disposiciones Finales de la norma con la siguiente fórmula:  «Mediante esta ley se incorpora al derecho español la Directiva….».

Pese a ello, en bastantes ocasiones el legislador lleva la referencia a la Directiva transpuesta al propio título de la norma, lo que lo hace más farragoso. Un ejemplo reciente es la Ley de Contratos del Sector Público, por la que se transponen al ordenamiento jurídico español las Directivas del Parlamento Europeo y del Consejo 2014/23/UE y 2014/24/UE, de 26 de febrero de 2014. Como es lógico, las gentes del Derecho, en la práctica diaria, han prescindido de la parte del título que se refiere a las Directivas.


Hasta aquí el atento lector habrá podido comprobar que titular normas es un arte, sí. Y, como en casi todo arte, nuestra mejor referencia debiera ser lo clásico.

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Estilo de escritura, General, Introducción al Derecho

La titulación de las normas (I): ortografía


Si el lector de estas líneas se desenvuelve en el ámbito del Derecho, posiblemente se habrá encontrado, en algunas ocasiones, con pequeñas dudas sobre la manera correcta y exacta de escribir el nombre de una norma jurídica. Para seguir intentando despejar esas dudas, en esta entrada continuamos con el análisis de cómo se lleva a cabo, en España, la denominación oficial de las normas jurídicas.

Recordemos que ese nombre oficial se plasma, desde 1959, así:

tipo de norma + numeración + fecha + título de la norma

O sea, en un ejemplo reciente:

Ley 8/2017, de 8 de noviembre, sobre precursores de explosivos

Ya vimos en entradas anteriores la manera de designar el tipo de norma y la configuración de su numeración y fecha. Toca ahora, por tanto, ver el postrero de esos componentes: el título. Comenzaremos, en esta primera entrada dedicada al título, por tratar la cuestión de su ortografía.

Pero antes de entrar en el meollo del asunto, recordemos algunas reglas de ortografía referentes a los anteriores componentes. Así: el tipo de norma se escribe con mayúsculas iniciales (en todas sus palabras); la numeración, la fecha y el título se separan mediante comas; y en la fecha se expresa el número del día en cifra y con letra (siempre con minúscula inicial) el nombre del mes.

Pasamos ahora a los dos problemas que puede plantear la ortografía del título de la norma, que son la puntuación y, sobre todo, el uso de las mayúsculas.


Puntuación

No he encontrado ninguna norma específica referida a la puntuación de los títulos de las normas jurídicas en la actual Ortografía de la Real Academia Española (RAE), por lo que entiendo que se deben seguir las normas generales sobre el uso de los signos de puntuación. Dado que el título pretende ser una expresión sintética que, en una frase, indique el contenido de la norma, si se usan signos de puntuación estos serán, generalmente, sólo comas.

Un ejemplo de norma en cuyo título se emplean comas, en este caso para enunciar los miembros de una coordinación copulativa, es este: la Ley 16/2015, de 7 de julio, por la que se regula el estatuto del miembro nacional de España en Eurojust, los conflictos de jurisdicción, las redes judiciales de cooperación internacional y el personal dependiente del Ministerio de Justicia en el Exterior.


Uso de mayúsculas

En esta cuestión conviven dos preceptivas diferentes. Por un lado, la ya mencionada Ortografía de la RAE. Y por otro lado, las Directrices de técnica normativa (aprobadas por Acuerdo del Consejo de Ministros, de 22 de julio de 2005); estas Directrices son una herramienta con la que se pretende «elaborar las disposiciones con una sistemática homogénea y ayudar a utilizar un lenguaje correcto».

Ocurre que, como se mostrará a continuación, parece haber una cierta discordancia entre lo que preceptúan las normas de la ortografía y lo que señalan los usos establecidos de técnica normativa.


A) Según la Ortografía académica

Ya se vio en otra entrada de este blog que la Ortografía oficial es reacia a la extensión del uso de las mayúsculas. Aun así, la actual Ortografía de la RAE contiene dos reglas específicas sobre el uso de las mayúsculas en la titulación oficial de las leyes en español. Me llama la atención que, quién sabe si imbuidos de la doctrina jurídica alemana, nuestros académicos incrustan en estas reglas lo que a todos luces podríamos considerar dos conceptos jurídicos indeterminados. Las reglas académicas son las siguientes:

1.- Se escriben con mayúscula inicial «todas las palabras significativas del título» de los textos legales.

El problema estriba en saber cuáles son, en cada caso concreto, esas «palabras significativas».

Podría pensarse que lo son todos los sustantivos presentes en el título, y tan sólo los sustantivos, excluyéndose al resto de categorías gramaticales (artículos, pronombres, verbos, conjunciones, etc.). Pero el caso, es que en ocasiones también aparecen en mayúsculas los adjetivos. Precisamente, el ejemplo mencionado en este punto en la Ortografía de la RAE es la Ley 40/1998, de 9 de diciembre, del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas y otras Normas Tributarias, la cual, como se aprecia, lleva en mayúsculas todos sus sustantivos y adjetivos.

También cabría entender que son «palabras significativas» del título aquellas (ya sean sustantivos o adjetivos) que permiten una más rápida identificación y comprensión del contenido, las palabras denotativas del núcleo de lo que se regula.

2.- No obstante lo anterior, «cuando el título de una ley es muy largo, la mayúscula se aplica sólo al primer elemento, y se delimita la extensión mediante la cursiva o las comillas».

Nuevamente, se introduce una noción no del todo precisa: la extensión «muy larga» del título. Para orientarnos mejor, el ejemplo que ofrece la Ortografía de la RAE de esto es la Ley 17/2005, de 19 de julio, por la que se regula el permiso y la licencia de conducción por puntos y se modifica el texto articulado de la ley sobre tráfico, circulación de vehículos a motor y seguridad vial.


B) Según las Directrices de técnica normativa

Las Directrices de técnica normativa  tratan la cuestión del uso de las mayúsculas en los títulos de las normas en su Anexo V.

Al igual que la Ortografía de la RAE, las Directrices también parten del principio general de que el uso de las mayúsculas debe restringirse lo máximo posible, por lo que proponen «que los títulos de las distintas disposiciones se escriban en minúscula». Pero aun así, admiten tres excepciones en las que se pueden usar las mayúsculas, si se dan estas circunstancias:

1.ª Que el título sea de extensión breve. Se pone como ejemplo la Ley 17/2001, de 7 de diciembre, de Marcas.

2.ª Que la norma realice una «regulación completa de la materia», como ocurre, por ejemplo, con la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad.

3.ª Que la norma regule órganos constitucionales y «grandes referentes legislativos del ordenamiento». Ejemplos de ello serían, según las propias Directrices, la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial y la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de julio, de Régimen Electoral General.

Como se ve, las dos últimas excepciones al uso de las minúsculas tienen un neto cariz jurídico, de teoría general de las fuentes, que contrasta con los enunciados de las normas de la Ortografía de la RAE.


El lector atento de esta entrada habrá percibido ya que los títulos de las Leyes publicadas no siguen siempre las leyes de la Ortografía oficial. Fíjese, si no en la primera de las normas citadas aquí, la Ley 8/2017, de 8 de noviembre, sobre precursores de explosivos. De extensión en modo alguno larga y con «palabras significativas», pero en minúsculas.

Sí, persiste una cierta incertidumbre.

P.S. Curiosamente, como se puede ver en la foto de portada, parece que esto no supone problema alguno en la República Federal de Alemania. En el país que fue la cuna de la doctrina de los actos jurídicos indeterminados, la cuestión estaría resuelta taxativamente en el propio idioma alemán: la regla ortográfica general es que todos los sustantivos van en mayúsculas. Unido al extendido uso de las palabras compuestas en la lengua germana, asunto arreglado.

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Recurso / Reclamación


A menudo confundidos o asimilados en el lenguaje usual, recurso y reclamación son términos que tienen un significado preciso, y diferenciado, en el lenguaje jurídico. En esta entrada intentaremos desentrañar cuáles son las diferencias entre uno y otro, e indicar cómo se usan tales términos correctamente. El análisis se centrará en el ámbito, fundamentalmente, del Derecho Administrativo.

Desde una perspectiva global, recurso y reclamación son dos formas diferentes que reviste la impugnación de los actos jurídicos de la Administración Pública. Se trata, en ambos casos, de medios de impugnación, a través de los cuales se pretende obtener, con fundamento en Derecho, la revocación de una decisión tomada previamente. Pero al lado de la impugnación tenemos la queja, con la cual no se pretende revocar una decisión, sino expresar un malestar ante una actuación que, incluso aunque hubiera podido ser legal, ha producido molestias en el interesado (algo similar a eso que en lenguaje vulgar se da en llamar el «derecho al pataleo»). Las quejas quedan fuera de esta entrada.


¿Qué es un recurso (administrativo)?

Siempre me ha parecido insuperable la definición de recurso administrativo que hace García de Enterría en su Curso de Derecho Administrativo: el acto del administrado mediante el que éste pide a la propia Administración la revocación o reforma de un acto administrativo, en virtud de un título jurídico específico.

Pero hay que tener cuidado con la terminología, porque no existe el término jurídico «recurso» a secas, ni tampoco un recurso que se denomine simplemente «recurso administrativo». El vocablo recurso va siempre acompañado de un «apellido» que indica el tipo de recurso administrativo del que se trata. Así, muy brevemente, tenemos: recurso de alzada, ante el superior jerárquico de quien dictó el acto recurrido; recurso potestativo de reposición, ante el mismo órgano; recurso extraordinario de revisión, contra actos administrativos firmes y sólo en muy concretos supuestos; recurso especial en materia de contratación, contra determinados actos dictados en el procedimiento de adjudicación de contratos del Sector Público.

Aunque no son recursos administrativos, también se les denomina recursos, y responden a la misma esencia impugnatoria (pero en este caso de resoluciones judiciales), a los recursos que se pueden plantear en el seno de los procedimientos judiciales: recursos de apelación, suplicación, súplica, casación, reforma… Incluso hay alguno con nombre coincidente con el de recursos administrativos: recurso de reposición y recurso extraordinario de revisión.

Es muy peculiar el caso del recurso contencioso-administrativo. Porque, a pesar de su denominación, dicho término no designa ni a un recurso administrativo ni a un recurso contra una decisión de los Juzgados y Tribunales, sino que se nombra así al ejercicio de una acción judicial. Su particular denominación responde a que, a diferencia de otras formas de iniciar procedimientos judiciales (como la demanda civil o la querella), aquí se parte de una decisión previa de la Administración; hay un acto administrativo que pone fin a la vía administrativa, el cual se impugna mediante la interposición del recurso, pero ya ante los Jueces y Tribunales de la jurisdicción contencioso-administrativa.


¿Y qué es una reclamación?

Ya dije al principio que la reclamación es otro medio de impugnación. Por lo tanto, comparte la misma naturaleza sustancial del recurso: la solicitud a la Administración de la revocación de una actuación, invocando razones jurídicas.

¿Dónde están entonces sus diferencias con los recursos? Pues, más allá de la denominación, no resultan a veces fáciles de detectar. Y es que normalmente tales diferencias se encuentran en pequeños matices que, además, varían según la clase de reclamación de que se trate. Vamos ahora a ver cuáles son.

Reclamación

Aquí sí existe la «reclamación» a secas, sin apellido. Estas reclamaciones se prevén en ciertas normas reguladoras de determinados procedimientos administrativos, especialmente procedimientos selectivos de personal. La reclamación se presenta contra actos administrativos de trámite o resoluciones provisionales, a fin de depurar eventuales errores o defectos antes de terminar el procedimiento administrativo; una vez resuelta la reclamación, cabrá interponer los recursos administrativos procedentes. Ejemplos de esto son las reclamaciones contra las listas provisionales de admitidos en una oposición. O la reclamación que formulan los estudiantes universitarios contra la calificación de un asignatura, como paso previo para poder presentar posteriormente recurso de alzada o de reposición si dicha calificación es confirmada.

Reclamación económico-administrativa

Las diferencias con los recursos administrativos estriban, básicamente, en su materia y en el procedimiento a seguir.

Las reclamaciones económico-administrativas están previstas como medios de impugnación específicos de los actos administrativos de naturaleza tributaria y de los actos de recaudación de todo tipo de ingresos públicos. En estas materias se excluyen los recursos administrativos antes descritos.

Además tienen un procedimiento propio previsto en la Ley General Tributaria y en el Reglamento General de desarrollo de la Ley General Tributaria en materia de revisión en vía administrativa (aprobado por R.D. 520/2005, de 13 de mayo). Una característica de este procedimiento es que cabe interponer, antes de la reclamación, un recurso de reposición de los previstos en materia tributaria. Otra característica esencial es que resulta obligatorio presentar la reclamación económico-administrativa, y agotar dicha vía, antes de poder iniciar la vía judicial contencioso-administrativa.

Reclamación previa a la vía judicial social

Aunque ya han desaparecido las reclamaciones previas a la vía judicial con carácter general, aún persisten tales reclamaciones en materia de prestaciones de Seguridad Social (art. 71 de la Ley de la Jurisdicción Social).

La principal diferencia de las reclamaciones previas con los recursos administrativos está en que los actos objeto de estas reclamaciones previas son actos de la Administración, pero no son actos administrativos, sino que están sujetos al Derecho Laboral; y, en consonancia con ello, la acción judicial posterior a la resolución de la reclamación previa debe dirigirse a la jurisdicción social.

«Reclamación» de responsabilidad patrimonial de la Administración

En la Ley de 20 de julio de 1957 sobre régimen jurídico de la Administración del Estado se establecía que los particulares que pretendieran el reconocimiento de la responsabilidad patrimonial de la Administración debían presentar una «reclamación de indemnización». Puesto que, en puridad, no se trata una impugnación de la actuación administrativa, en la actualidad (y desde la Ley 30/1992), esto se considera por la Ley, acertadamente, como la «solicitud de iniciación» del procedimiento de responsabilidad patrimonial (artículo 67 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas). No obstante, bien sea por la inercia de la legislación anterior, o bien porque la ley actual también habla del «derecho a reclamar» de los particulares, todavía nos podemos encontrar con que se use el término «reclamación de responsabilidad patrimonial».


Espero, paciente lector, que si ha llegado hasta aquí, sepa bien ya si debe recurrir o reclamar. Pero si aún persistiera la duda, impugne. Eso sí, siempre con estilo.

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La numeración y fecha de las normas


Para denominar de manera oficial a las normas jurídicas se viene usando tradicionalmente en España, desde hace casi 60 años, un sistema que fue introducido por obra de la práctica seguida a la hora de la publicación de las normas en el Boletín Oficial del Estado (BOE).

En virtud de este sistema, las normas jurídicas estatales que se aprueban en el vigente Ordenamiento Jurídico español siguen esta pauta en su denominación oficial:

tipo de norma + numeración + fecha + título de la norma

Son esos los cuatro elementos de la denominación (oficial) de las normas. Sobre el primero de ellos, la calificación del tipo de norma, y los problemas que plantea, ya tratamos en otra entrada anterior: el nombre (exacto) de las normas.

En esta entrada nos centraremos en los dos siguientes componentes: la numeración y la fecha.


Numeración

El sistema seguido en la numeración es simple, intuitivo y fácilmente entendible:

12/2018

La cifra que aparece a la izquierda de la barra es el número secuencial que corresponde a la norma. La secuencia que se sigue es la de las normas del mismo tipo promulgadas en ese año natural determinado. Cada año se reinicia la secuencia de normas.

Lo que aparece a la derecha de la barra es el año de la norma en cuestión.

En la numeración del ejemplo, la norma es la duodécima de entre las de su clase (Ley, Ley Orgánica, o la que corresponda) dictada durante el año 2018.

Esta numeración fue introducida a partir del año 1959. Anteriormente, las normas no eran objeto de identificación numérica. Recomiendo a este respecto la lectura de la interesante entrada del blog «Anécdotas y curiosidades jurídicas Iustopía» titulada «Desde cuándo se numeran las leyes».

Las últimas leyes sin numerar fueron las que se aprobaron el 26 de diciembre de 1958. Pero ese día vieron la luz ni más ni menos que 81 leyes diferentes. Si se tiene en cuenta que tales normas sólo era posible distinguirlas por su título, se comprende perfectamente el problema que ello suponía y la necesidad de introducir un sistema de numeración.

Curiosamente, la aplicación del sistema fue un tanto vacilante en un principio. Como se puede apreciar aquí, los dos primeros Decretos aprobados aunque llevaban el número ordinal, no incluían a continuación ni la barra ni el año. Fue a partir del tercer Decreto aprobado ese año, publicado en el BOE del día siguiente, cuando ya se emplea por primera vez de manera completa el sistema de numeración.

La primera ley numerada fue la Ley 1/1959, de 11 de mayo, por la que se concede una asignación de residencia a los marineros y soldados de Infantería de Marina que prestan servicio en los Territorios Españoles del Golfo de Guinea. Pero tampoco fue la primera norma con rango de ley que contaba con numeración. Esta lo fue el Decreto-ley 1/1959, de 20 de febrero, por el que se modifican los devengos del personal perteneciente a las Unidades que prestan servicio en las Provincias de Ifni y Saharaentonces, como ocurre ahora, urgencia obligaba.

Este sistema de numeración no incluía a las Órdenes Ministeriales. Las mismas sólo empezaron a numerarse a partir de 2002, y ello mediante un sistema propio de identificación establecido en la Orden del Ministerio de la Presidencia de 21 de diciembre de 2001, por la que se hace público el Acuerdo del Consejo de Ministros de 21 de diciembre de 2001, por el que se dispone la numeración de las Órdenes ministeriales que se publican en el “Boletín Oficial del Estado”. Desde entonces las Órdenes Ministeriales se identifican añadiendo a la izquierda, antes del número secuencial, un código de tres letras mayúsculas asignado a cada Ministerio. Un ejemplo reciente donde se aprecia esta forma de identificación de las Ordenes Ministeriales: la Orden JUS/464/2018, de 24 de abril, por el que se regula la base de cotización, la determinación de la cuota y el procedimiento de ingreso de las cotizaciones de los mutualistas a la Mutualidad General Judicial.

Es preciso aclarar que cuando se aprueba definitivamente en el Congreso de los Diputados, y se publica en el Boletín Oficial del Congreso, la Ley no tiene una numeración. La numeración se le adjudica a la Ley sólo cuando se firma por el Rey y ya va a ser publicada en el BOE. Tomemos, por ejemplo, la Ley sobre precursores de explosivos; aquí está el texto publicado en el Boletín Oficial de las Cortes Generales (Congreso de los Diputados), sin número asignado; y aquí el texto oficial publicado en el BOE, en el que ya se designa como Ley 8/2017, de 8 de noviembre, y contiene las fórmulas de sanción y promulgación, que no aparecían en la anterior publicación.

En cuanto a la ortografía, hay que tener en cuenta que, según las vigentes reglas ortográficas de la RAE, las cifras de los años no llevan nunca punto, coma, ni blanco de separación, para diferenciar los millares. Y que, como excepción a la regla general, las cifras secuenciales de la norma, precisamente por tratarse de la numeración de una norma jurídica, tampoco los llevan.

Desde mi experiencia, este sistema de numeración presenta varias ventajas:

  • Individualiza perfectamente, por sí solo, la norma. Es más fácil que retengamos el número que la fecha. Incluso ocurre en ocasiones que, ante la extensión del título de la Ley, se la denomina usualmente en el foro sólo por su numeración. Ocurría así con la anterior Ley 30/1992 (de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común), a la que los prácticos (y sobre todo, los sufridos opositores) nos referíamos simplemente como «Leytreintanoventaydós». Lo cual tal vez vuelva a ocurrir también con sus sucesoras, las famosas «siamesas administrativas» Leyes 39 y 40/2015.
  • Al reiniciarse cada año, la numeración no alcanza cifras muy elevadas, que resultarían más difíciles de manejar.
  • Es muy intuitivo. Basta con ver la denominación oficial de dos normas para que uno se haga una idea inmediata de cómo se les atribuye su numeración.

Termino este apartado con un pequeño excurso personal. Me llamaba la atención, a veces, la numeración que tiene asignada el Texto Refundido de las disposiciones legales vigentes en materia de Régimen Local (TRRL), norma que es usada y citada constantemente en la práctica. El TRRL se aprobó por el Real Decreto Legislativo 781/1986, de 18 de abril. Me parecía que ese número secuencial (781 Reales Decretos Legislativos ya a mediados de abril) era demasiado abultado, máxime para el tipo de norma del que se trata; pensaba que esa cifra tan alta podría responder a un error o a un cambio momentáneo del sistema de numeración.

Pero todo tiene su explicación. Debido a la entrada de España, el 1 de enero de 1986, en las Comunidades Europeas, se aprobó la Ley 47/1985, de 27 de diciembre, de Bases de delegación al Gobierno para la aplicación del Derecho de las Comunidades Europeas. Con ello se delegó en el Gobierno la adecuación al ordenamiento jurídico comunitario de todas las normas legales vigentes que fueran contradictoras con el mismo. Y por eso, en ese año de 1986 se alcanzó la insólita cifra de 1.304 Reales Decretos Legislativos. Un volumen de producción legislativa que, seguramente (y por fortuna), nunca más se volverá a alcanzar.


Fecha

De la fecha de la norma se indica el día y el mes, entre comas. No se añade el año porque sería redundante, ya que éste ya viene indicado previamente en la numeración.

De acuerdo con las normas de ortografía generales, el nombre del mes se escribe con minúsculas.

Es importante aclarar a qué momento corresponde la fecha inserta en la denominación oficial: esa fecha es la de la sanción y promulgación (es decir, la fecha de su firma por el Rey). No es la fecha de su aprobación (que siempre es anterior) o la de su publicación en el BOE (que siempre es una fecha posterior, o, como mucho, coetánea). Esto vale también, obviamente, para la indicación del año en la numeración; y, consiguientemente, para la numeración secuencial por tipo de norma.

La sanción es la expresión, por parte del Jefe del Estado, de su conformidad con la Ley. Además de con su firma, se expresa con la siguiente fórmula tradicional que encabeza la publicación en el BOE:

«A todos los que la presente vieren y entendieren.
Sabed: Que las Cortes Generales han aprobado y Yo vengo en sancionar la siguiente ley».

La promulgación es la proclamación formal y pública de la obligación de acatar la ley. Se coloca al final del texto y se plasma con la siguiente fórmula:

«Por tanto,
Mando a todos los españoles, particulares y autoridades, que guarden y hagan guardar esta ley».

Si tomamos como ejemplo la Ley que se ha mencionado anteriormente, la Ley 8/2017, de 8 de noviembre, se puede comprobar fácilmente cómo se desarrollan los distintos momentos. Esa Ley se aprueba el 17 de octubre de 2017 por el Congreso de los Diputados. Posteriormente se sanciona y promulga por el Rey el 8 de noviembre, fecha que es la que reza en la denominación oficial. Y, finalmente, se publica en el BOE el día 9 de noviembre. Sólo a partir de entonces existe y puede entrar en vigor.

La indicación de la fecha reviste menor importancia práctica, ante la existencia de la numeración con ese sistema correlativo anual, que individualiza perfectamente, por sí solo, la norma. Resulta mucho más fácil que retengamos el número que la fecha.


Hasta aquí lo referente a esta especie de pequeño jeroglífico (no demasiado complicado) que supone la aplicación de un número identificativo y de una fecha concreta a las normas jurídicas. Para desentrañar el último de los componentes de la denominación oficial, el título de las normas, reservaremos una próxima entrada.

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Contencioso-Administrativo, General

Actos administrativos firmes / Actos que ponen fin a la vía administrativa


La denominación de estos dos tipos de actos administrativos nos puede llevar a engaño. Mucho más cuando a los actos que ponen fin a la vía administrativa se les suele llamar también «actos que agotan la vía administrativa». Hablar de firmeza, de fin, de agotamiento, nos conduce a pensar en que ese acto supone la terminación definitiva de la vía administrativa, es decir, la imposibilidad de todo recurso ante la propia Administración.

De este modo, podría pensarse que los actos firmes y los que ponen fin a la vía administrativa son una misma clase de actos. También podríamos tener la impresión de que todo acto firme pone fin a la vía administrativa.

No es así.

En realidad, estamos ante el resultado de dos clasificaciones diferentes de los actos administrativos.


Los actos firmes

Este tipo de actos administrativos responde a la clasificación de tales actos en función de su posibilidad de recurso en el tiempo establecido para ello. Es una clasificación que reproduce la que existe tradicionalmente respecto de las resoluciones judiciales.

Son actos no firmes aquellos contra los que aún estamos a tiempo de recurrir dentro del plazo fijado para el recurso ordinario correspondiente.

Y los actos firmes lo son porque ya transcurrió el plazo de recurso ordinario (alzada o reposición) y el mismo no se interpuso. Por lo tanto, frente a ellos sólo cabría, en casos excepcionales, el recurso extraordinario de revisión.

Dado que determinados actos administrativos pueden ser recurridos, potestativamente, en reposición, cabría distinguir en tales casos entre una firmeza en vía administrativa (que se produciría transcurrido un mes y un día desde la notificación del acto expreso sin haberse presentado el recurso de reposición) y una firmeza total, que llegaría cuando hayan transcurrido más de dos meses desde la notificación del acto y no se haya interpuesto  tampoco recurso contencioso-administrativo.


Los actos que ponen fin a la vía administrativa

Es esta otra clasificación diferente, que se establece para determinar qué tipo de recurso administrativo es el procedente en cada caso. El art. 25.1 de la LJCA establece que sólo pueden ser objeto de recurso contencioso-administrativo (ante los Juzgados y Tribunales) aquellos actos administrativos que «pongan fin a la vía administrativa».

Así entonces, tenemos los actos que no ponen fin a la vía administrativa. Frente a ellos debe interponerse el recurso administrativo de alzada, como paso previo necesario para agotar la vía administrativa y poder acudir a la jurisdicción contencioso-administrativa (art. 121.1 de la LPAC).

Y por contra, están los actos que ponen fin la vía administrativa. Contra ellos procede recurso potestativo de reposición ante el mismo órgano que los dictó; pero también pueden ser ya impugnados ante los Juzgados y Tribunales, si es eso lo que prefiere el recurrente (art. 123.1 de la LPAC). Los actos que ponen fin a la vía administrativa aparecen enumerados en el art. 114 de la LPAC.

Hay, no obstante, una cierta imprecisión en la denominación legal de esta clase de actos administrativos. Los actos que «ponen fin a la vía administrativa» (o «actos que agotan la vía administrativa») tienen como característica distintiva el que pueden ser impugnados ya ante la jurisdicción. Pero puede pasar que contra los mismos, porque así lo decida el interesado, se interponga el recurso potestativo (facultativo) de reposición. Con lo cual, si esto ocurre, en realidad no se habría «puesto fin» a la vía administrativa; de hecho, seguiríamos en la vía administrativa, aunque ahora en el procedimiento administrativo de recurso. Quizá fuera más adecuado y claro denominarlos «actos que abren a la vía contencioso-administrativa» o «actos que posibilitan la vía contencioso-administrativa».

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General, Introducción al Derecho

El nombre (exacto) de las normas


“¡Intelijencia, dame

el nombre exacto de las cosas!”

(Eternidades, Juan Ramón Jiménez)

 

Es la denominación precisa de cada tipo de norma jurídica lo que constituye el objeto de esta entrada.

La tipología normativa, es decir, el establecimiento de diferentes categorías de normas jurídicas, es una de las cuestiones fundamentales de la teoría de las fuentes del Derecho. Constituye el abecé del jurista.

Y a quienes explicamos en las aulas la tipología normativa nos suele salir al encuentro el siguiente problema. Ciertamente, resulta fácil encuadrar los tipos de normas jurídicas, en función de su jerarquía, en la terna clásica: Constitución, Leyes (con sus diversas clases) y Reglamentos. Pero, sin embargo, a la hora de ver trasladadas estas categorías normativas a las denominaciones oficiales de las concretas normas no siempre existe una total coincidencia. Si la publicación en el boletín oficial correspondiente viene a ser como el “acta nacimiento” de la norma, a veces ocurre como con los actores de Hollywood, que no coincide exactamente el nombre propio del bautismo con el usado en la vida diaria; puede haber una discordancia entre el nombre oficial del tipo de norma y el que se suele utilizar en la teoría jurídica.

Partimos de la base de que, a la hora de su publicación, el autor de la norma jurídica debe otorgar una denominación a ese producto normativo. En nuestro ordenamiento jurídico vigente el sistema que generalmente se sigue es este: tipo de norma + numeración + fecha + título de la norma. Como se ve, se inserta en primer lugar la denominación del tipo de norma de que se trata. Pues bien: en bastantes ocasiones esa denominación no será exactamente la que se le da en la teoría de la tipología normativa.

Estas divergencias en el nombre de la norma, aun pequeñas, pueden provocar que el estudiante neófito se desespere y no acierte a encontrar entre el revoltijo virtual la norma que va buscando. Por eso conviene conocer tales diferencias.

A lo largo de esta entrada iremos confrontando el nombre que se suele asignar a cada clase de norma en la teoría de las fuentes del Derecho (Constitución, Leyes, Reglamentos) con la correspondiente denominación oficial con que aparece ese tipo de norma (entendiendo como tal denominación oficial la designación que figura en su publicación en el Boletín Oficial del Estado). Nos centraremos sólo en las normas estatales.


1.- Constitución

Siendo la Constitución la norma que crea el Estado, no es problemático identificarla. Salvo que se trate de un Estado federal, sólo habrá una Constitución, y con ese preciso nombre. En cada Estado, una Constitución, y sólo una Constitución por Estado. Así ocurre actualmente en España.

Pero cabe reseñar, al menos, dos circunstancias propias de su denominación oficial. Ambas se pueden apreciar en su publicación en el Boletín Oficial del Estado (BOE).

La primera, que la Constitución viene con apellido. Es “Constitución Española”, y no “Constitución” a secas.

Y la segunda es referente a su fecha. Porque, frente a lo que es habitual para el resto de normas, y dado su peculiar procedimiento de aprobación, la publicación oficial no recoge una sola fecha, sino que inserta las tres fechas que marcan los hitos principales de ese proceso: la de su aprobación por las Cortes Generales (31 de octubre de 1978), la de su ratificación por el pueblo español mediante referéndum (6 de diciembre de 1978), y la de su sanción y promulgación por el Rey (27 de diciembre de 1978). Puesto que es el momento de su sanción (y posterior publicación) el que marca el principio de su existencia como norma, es esta última fecha la que se suele tomar como referencia.

De este modo, es así como aparece nombrada en las bases de datos jurídicas al uso: “Constitución Española de 27 de diciembre de 1978”.


2.- Leyes


2.1.- Leyes

Identificar en el BOE una Ley es muy sencillo. Porque en nuestro sistema se sigue el concepto formal de Ley, lo que nos aboca a una tautología: todo acto publicado cuya denominación oficial comience diciendo “Ley”, es una Ley. Seguro.

Aunque en la doctrina se las suele llamar “leyes ordinarias”, por contraposición a las Leyes Orgánicas, o “leyes estatales”, para diferenciarlas de las autonómicas, el nombre oficial de este tipo de norma es el de  “Ley”, a secas.

Un ejemplo reciente: la Ley 8/2017, de 8 de noviembre, sobre precursores de explosivos.


2.2.- Leyes Orgánicas

Se trata, ya de entrada, de una denominación un tanto engañosa. No son “orgánicas” porque regulen la organización (los órganos) de determinadas instituciones; aunque a veces sí sea ese el objeto de su regulación. Se llaman Leyes Orgánicas a las que, por mandato constitucional, deben regular determinadas materias (art. 81 y concordantes de la Constitución Española).

Pero, cuidado, porque puede suceder que la denominación de una norma como “Ley Orgánica” en el BOE no se ajuste del todo a la realidad de cuál es su tipología. Suele ocurrir que en algunas normas denominadas como Leyes Orgánicas hay determinados preceptos de las mismas que no tienen tal carácter.

Un ejemplo reciente de esto: la Ley Orgánica 1/2016, de 31 de octubre, de reforma de la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera. Es Ley Orgánica; pero no lo es en su totalidad porque, según su Disposición Final Tercera, los preceptos contenidos en las disposiciones finales primera y segunda tienen el carácter de ley ordinaria.


2.3.- Normas con rango de ley aprobadas por el Gobierno

Nuestra vigente Constitución prevé dos tipos diferentes de normas jurídicas que, a pesar de ser aprobadas por el Gobierno y no por el poder legislativo, tienen valor de ley. Se trata de los Decretos-leyes (art. 86) y de los Decretos Legislativos (arts. 82 a 85).

Ahora bien, si un usuario novel se adentra en los boletines oficiales o en las bases de datos jurídicas, y realiza una búsqueda de este tipo de normas con la denominación precisa que se les da en la Constitución, no las va a encontrar. Lo que le van a devolver como resultados de su búsqueda son:

  • Normas jurídicas aprobadas en el ordenamiento jurídico anterior (1939-1975).
  • O bien, de ser posteriores a 1978, normas autonómicas aprobadas por aquellas Comunidades Autónomas en cuyos Estatutos de Autonomía se contemplan tales tipos de normas.

Pero no encontrará normas estatales posteriores a 1975 cuya denominación oficial sea, exactamente, la prevista en la Constitución de Decreto-ley o Decreto Legislativo. Por una sencilla razón, una pequeña cuestión de matiz: en el BOE aparecen publicadas como Real Decreto-ley y Real Decreto Legislativo.

Un ejemplo reciente de cada tipo de norma:

– El Real Decreto-ley 15/2017, de 6 de octubre, de medidas urgentes en materia de movilidad de operadores económicos dentro del territorio nacional.

– El Real Decreto Legislativo 1/2016, de 16 de diciembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de prevención y control integrados de la contaminación


3.- Reglamentos

Si hasta aquí hemos visto algunas diferencias entre la denominación teórico/legal y la denominación oficial de los tipos de normas, es ahora, en el nivel reglamentario cuando todo se complica sobremanera.

Comenzamos con una primera curiosidad. Si, al igual que hemos hecho antes con los tipos de leyes, acudimos a la Constitución en busca de las normas denominadas “Reglamentos”, nos encontraremos con una única referencia a una norma así llamada. Y ahí reside la paradoja: esa mención es a los Reglamentos de las Cámaras (art. 72) los cuales, justamente, no son en puridad normas reglamentarias, sino normas primarias directamente vinculadas a la Constitución y que por ello tienen un valor de ley (STC 101/1983, FJ 1º).

Pero, sobre todo, la dificultad de identificar a las normas reglamentarias en boletines oficiales y bases de datos estriba en lo siguiente: frente a lo que sucede con las normas que hemos descrito antes, en las que coinciden su nombre con su forma jurídica, la forma jurídica en que se aprueban los Reglamentos nunca es la de “Reglamento”. Dicha forma jurídica será la de “Real Decreto acordado en Consejo de Ministros”, o la de “Orden Ministerial”, según establece el art. 24 de la Ley 50/1997, del Gobierno.

Sólo en algunas normas reglamentarias, la minoría, aparece la denominación “Reglamento”. Pero no en el espacio inicial reservado para insertar el tipo de norma, sino en el título de dicha norma.

Y para acabar de rizar el rizo, resulta que esas mismas formas jurídicas de Real Decreto y de Orden Ministerial se utilizan también para aprobar otros actos jurídicos emanados del Gobierno o de los Ministros que no son normas jurídicas, y, por consiguiente, no son en modo alguno Reglamentos.

Con todo esto (y obviando mencionar las normas homónimas de Derecho de la Unión Europea), se comprende que una de las labores más difíciles que se le puede encomendar a un jurista en ciernes es, precisamente, la de que encuentre un Reglamento.


3.1.- Reglamentos aprobados por Real Decreto

Aquí tenemos un ejemplo de un Reglamento aprobado por Real Decreto en cuyo título se hace constar que se trata de un Reglamento, por tratarse de una norma reglamentaria que desarrolla, de manera general, los preceptos de una Ley: Real Decreto 634/2015, de 10 de julio, por el que se aprueba el Reglamento del Impuesto sobre Sociedades.

Y aquí otro ejemplo reciente en que no existe tal indicación en el título: Real Decreto 931/2017, de 27 de octubre, por el que se regula la Memoria del Análisis de Impacto Normativo.

Ambos son Reglamentos.


3.2.- Reglamentos aprobados por Orden Ministerial

La búsqueda e identificación de las Órdenes Ministeriales presenta una dificultad adicional a la que ya tiene de por sí la de los Reglamentos.

Y es que, a partir de 2002, rige un sistema propio de identificación de las Órdenes Ministeriales establecido en la Orden del Ministerio de la Presidencia de 21 de diciembre de 2001, por la que se hace público el Acuerdo del Consejo de Ministros de 21 de diciembre de 2001, por el que se dispone la numeración de las Órdenes ministeriales que se publican en el «Boletín Oficial del Estado». Desde entonces las Órdenes Ministeriales se identifican primariamente según los códigos de tres letras asignados a cada Ministerio en una Tabla; pero tales códigos han ido cambiando conforme han cambiado las denominaciones de los Ministerios, y además, con su sola lectura, es posible que no acertemos a averiguar de qué Ministerio se trata.

Un ejemplo reciente de Reglamento aprobado bajo la forma jurídica de Orden Ministerial: la Orden DEF/85/2017, de 1 de febrero, por la que se aprueban las normas sobre organización y funciones, régimen interior y programación de los centros docentes militares.

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Dudas de escritura, General, Introducción al Derecho, Léxico jurídico

Ley de Bases ≠ Ley básica


Con seguridad, a cualquier lector debidamente instruido en el idioma castellano estos dos términos le puedan parecer sinónimos estrictos: lo básico es lo que posee la condición de base de algo, luego una ley de bases debe ser una ley básica. Pero lo cierto es que, en nuestro ordenamiento jurídico español actual, tienen un significado muy diferente. Aunque parezca mentira, dada la similitud morfológica de sus denominaciones, hay un abismo conceptual entre ambos.

Esta semejanza en el nombre puede inducir a confusión, incluso, a quienes estudian Derecho. En esta entrada vamos a intentar dejar sentado el uso con propiedad, en el ámbito jurídico, de ambos términos.

Para ello, empezaremos distinguiendo bien qué son estos dos productos jurídicos tan diferentes, pero de nombre tan parejo.


Ley de Bases

Una Ley de Bases es el instrumento jurídico con el que se realiza una delegación legislativa con el fin de que el Gobierno apruebe posteriormente el Texto Articulado de una Ley (arts. 82.2 y 4 de la Constitución).

La delegación legislativa supone que una concreta norma aprobada por el Gobierno tiene el valor de Ley. Ello ocurre porque previamente así ha sido autorizado por las Cortes Generales mediante la aprobación por las mismas de una norma de delegación, en la cual fijan las condiciones en que el Gobierno debe aprobar esa norma delegada. Existen dos formas en las cuales las Cortes pueden proceder a la delegación legislativa: una, mediante una ley ordinaria, al objeto de que el Gobierno apruebe un Texto Refundido; y la otra, mediante una Ley de Bases, para aprobar un Texto Articulado.

Las Leyes de Bases son una técnica de delegación legislativa que se ha venido usando de antiguo en nuestro Derecho; así, el Código Civil de 1889, por ejemplo, fue fruto de la Ley de Bases de 11 de mayo de 1888.

Si bien la Ley de Bases es una ley, no resulta propiamente un texto normativo completo; de hecho, su contenido no lo constituyen artículos, sino «bases». Mediante esas «bases» se limita a fijar los principios que se deben seguir por el Gobierno, para que este los plasme detalladamente en los preceptos del futuro «Texto Articulado». En este cuadro se puede ver, en un ejemplo concreto, cómo opera en la práctica la delegación legislativa mediante una Ley de Bases .


Ley básica

Una Ley básica es aquella ley estatal que se dicta en uso de alguno de los títulos competenciales del art. 149.1 de la Constitución  en los que se adjudica al Estado la facultad de fijar las bases que regulan una materia, y a las Comunidades Autónomas el desarrollo normativo de esas bases. En ese precepto de la Constitución se otorga este tipo de competencia legislativa al Estado usando diversas expresiones: «bases» (149.1.11ª, 13ª, 16ª, 18ª), «legislación básica» (149.1.17ª, 18ª, 23ª) o «regulación de las condiciones básicas» (149.1.1ª).

Aquí, por lo tanto, no hay una delegación legislativa, sino una colaboración normativa entre el Estado y las Comunidades Autónomas, en las que cada uno de los cuerpos legisladores ejerce sus propias competencias sobre una misma materia. Las leyes básicas estatales sí son textos normativas completos, no meros enunciados de principios.

Se trata de una fórmula novedosa en nuestra historia, que es característica de los Estados complejos, donde coexisten poderes legislativos centrales y territoriales. La Constitución la importó de Estados federales como Alemania, Suiza y Austria.

Cómo juega esta relación entre bases estatales y desarrollo autonómico es una cuestión muy complicada, la cual ha sido objeto de una delimitación paulatina por parte del Tribunal Constitucional, y que supera con mucho el propósito de esta entrada (el lector curioso y avezado haría bien, si quiere enfrentarse a esta cuestión, en leer el artículo de Javier Jiménez Campo «¿Qué es lo básico? Legislación compartida en el Estado autonómico»).

No obstante, aquí tenemos un sencillo cuadro en el que se observa cómo funciona en la práctica el binomio bases estatales más desarrollo autonómico con un ejemplo  concreto.


Uso diferenciado y correcto de ambos términos

Para identificar con exactitud cuál es la norma ante la que nos encontramos, y así diferenciar el uso de uno y otro término, conviene empezar fijándose bien en la denominación oficial de la norma en cuestión.

1.- Como la Ley de Bases es una de las tipologías legislativas recogidas en la Constitución, en su denominación oficial se debe insertar siempre literalmente la expresión «Ley de Bases». Un ejemplo es la Ley 18/1989, de 25 de julio, de Bases sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial.

2.- En cuanto a la legislación estatal básica, al no ser un tipo especial de ley, no aparecerá en su designación oficial como «Ley de Bases», sino solo como «Ley». Por lo tanto, esto nos va a exigir un mayor esfuerzo de comprobación. Así, puede ocurrir que:

A) En el título oficial de la Ley se haga mención a su carácter de legislación básica, usando para ello diversas expresiones que pretenden denotar dicho carácter. Constituyen ejemplos de esto, entre otras:

B) Pero lo más habitual es que la norma legal básica no lleve en su denominación oficial nada que haga referencia a ese carácter básico. Por ejemplo, la Ley 3/1995, de 23 de marzo, de Vías Pecuarias, que constituye la legislación estatal básica en dicha materia (149.1.23ª). Para constatar el carácter básico de estas normas (el cual, para mayor complicación, puede predicarse tanto de todo el articulado de la Ley como de solo parte del mismo), tenemos que acudir entonces a las indicaciones en tal sentido que se hagan en el propio texto de la ley, normalmente en las Disposiciones Finales.

Teniendo claro esto, para evitar en lo posible las confusiones, yo suelo utilizar el término «Ley de Bases» únicamente para referirme a las del punto 1 anterior. «legislación básica», «ley básica» o «normativa básica» (intercalando en ocasiones el calificativo «estatal») cuando hablo de las del punto 2. No es fácil; a veces resulta engorroso, sobre todo en exposiciones orales. Pero creo que es una pauta de buen estilo jurídico el intentar hacerlo así siempre.

Con todo y con eso, hay que estar muy atentos, ya que la confusión terminológica nos acecha. Un ejemplo de cómo se puede embarullar la cuestión es lo que ocurre con la archiconocida «Ley de Bases de Régimen Local». Aunque ese sea el nombre con el que se la cita habitualmente, no es en realidad  una «Ley de Bases» en el sentido que hemos visto aquí. Por el contrario, tal y como revela su denominación oficial completa (Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases del Régimen Local), es la Ley básica dictada por el Estado en esta materia (149.1.18ª).

Y tras todo lo anterior, mire también, si no, el lector la imagen que sirve de portada a esta entrada: ¿Leyes de Bases, Leyes básicas, o todo lo contrario?

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